Revista Cultura y Ocio

Mi atención es prestada – @tearsinrain_

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Miro la escena como hago tantas veces. Me gusta pararme a observar lo que me rodea e inventar lo que no puedo saber o que saber me supondría un esfuerzo social excesivo. Ya no hago esfuerzos sociales.

La plaza es ancha, una de estas de hormigón sin apenas nada verde. Algún árbol dispuesto aleatoriamente, unos cuantos matorrales al lado de las gradas donde estoy sentado, nada más. Empecemos por el fondo: por allí pasa la calle principal del pueblo, un solo carril, coches aparcados en la acera sur. Y camionetas. Está la escuela de primaria con su fachada de tochos y su verja y un jardín mal cuidado. Al lado, la tienda de comida preparada para llevar, la panadería de una cadena de esas de pan con sabor a nada y pastas rellenas que en realidad están vacías, y la tienda de complementos y cosas variadas (desde disfraces hasta juguetes o relojes, un todo a cien venido a más). Enfrente está el quiosco cerrado, pues el dueño se jubiló y nadie continuó con su negocio. La caravana de los churros y ya las mesas de la heladería. Entonces empieza la plaza en sí. Tiene una parte elevada, dispuesta para conciertos o espectáculos o discursos políticos que los niños y niñas usan para bajar en bicicleta o en patín. Unas columnas de hierro en forma de V les sirven de escondite y también son pilares para la bóveda metálica que no cubre nada, al ser un agujero en sí misma. Se lució el arquitecto o urbanista. A la derecha, donde otros críos juegan al fútbol a pesar del enorme cartel que lo prohíbe (un círculo con una barra en diagonal tachando una pelota mal dibujada), hay una estructura curiosa. Es un espacio cerrado, con una puerta pequeña que da entrada a un arenal, a un par de caballitos de plástico con el muelle pegado al suelo de caucho y entonces, elevándose unos cuatro o cinco metros, la jaula. Es una jaula donde los infantes pueden entrar e ir subiendo como un laberinto hasta la parte más alta, desde la que no tienen más remedio que tirarse por un tobogán metálico cerrado, cosa que me parece muy peligrosa. En todos los parques hay niños sin padres. Niños demasiado pequeños para ir solos que ves corretear por todas partes, darle puntapiés a un balón o escalar por zonas que te ponen los pelos de punta. En los parques también hay padres y madres sin niños. Vienen a charlar, a cotillear, a ver a ese o a esa que, mira, le pareció que le hacía tilín. Tilín, que palabra más en desuso y menos mal. Mi abuela usaba esa expresión: “¿no hay ninguna niña que te haga tilín?”. A mí tal pregunta me ponía de los nervios. Hasta octavo no me puse serio con eso. Porque antes había octavo de primaria. Me enamoré de E. perdidamente, me acuerdo. De hecho la vi en una reunión de esas que se hacen de antiguos alumnos por culpa de las redes sociales, la fui a buscar y viajamos juntos hasta el restaurante donde habíamos quedado. Era una mujer guapísima, ahora. Me contó que había estado muchos años con un chico, viviendo juntos, y que hacía poco lo habían dejado. Me pareció muy curioso. Ahora soy incapaz de recordar cuántos años hace de ese reencuentro, quizá cinco o quizá diez. Por mucho que le preste atención a las cosas, parece que el tiempo no me presta atención a mí.

Detrás de la estructura, que se encuentra a pocos pasos por detrás del quiosco cerrado, ya está la calle, teóricamente peatonal, donde se encuentra la tienda de dulces. Por debajo de esa jaula hay la entrada a un parquin que sirve de portería a los futbolistas, luego los arbustos y las gradas donde me siento, con esa posición de quien lo controla todo pero seguramente con la mirada de quien en realidad no controla nada. A la izquierda de las gradas, otra calle pretendidamente peatonal. Sí, de esas donde los peatones tienen presumida preferencia pero son los que se tienen que apartar cuando pasan los coches. La calle peatonal, por arriba, termina donde la heladería, la otra calle peatonal va de la tienda de dulces a un bar. Debajo de las gradas, donde los menores saltan y corren y por alguna razón mágica nunca se caen y se rompen la crisma, está el parquin. En la plaza hay unas farolas altísimas, supongo que quien las escogió lo hizo mirando la señal de prohibido jugar a la pelota y riéndose al mismo tiempo. En toda la plaza hay dos bancos, y mira que es grande. Uno da de cara a la plaza y de espaldas a la churrería. El otro está medio escondido de los arbustos, y ahí hay la única (¡la única!) papelera de todo el lugar. Es cojonudo que en un sitio a reventar de niños, en un lugar pensado para finales de fiesta mayor y acontecimientos haya una (¡una!) papelera.

Aquí viene M., con su barriga cervecera y su cara de “dime algo que me río”. Es un buen tipo, me cae bien. Su hijo es muy amigo del mío. Se sienta a mi lado después de saludar a los que están más abajo y se enciende un pitillo. Los de abajo. Físicamente están solo un peldaño por debajo, en la grada, pero figuradamente están a cientos. Son otros padres y madres, hacen su corrillo, cerrado como un coto de caza, a nosotros solamente nos saludan levantando las cejas, quizá un “hola” perdido. Sus hijos juegan con los nuestros y seguro que eso les molesta. No lo entiendo y me da igual, o no me da igual pero no quiero que me importe. Un día decidieron que nosotros no, a pesar de no haber pedido nunca que sí, y hala, borrón y como si fuéramos enemigos de una guerra que solamente está en sus cabezas. El peor es ese. Míralo. Y su pobre hijo está saliendo igual que él. Esperemos que se dé cuenta algún día. Ellos no tienen mi atención. Mi atención es prestada, y no voy prestándosela a cualquiera. Luego está la de los ojos alucinantes. Fuera de esos ojos lo demás no sabría clasificarlo, es muy amable cuando está sola pero menos cuando va con ellos. Es una lástima, pienso, que la forma de actuar de los padres acabe perjudicando a los hijos, sobre todo cuando esta forma está basada en supuestos totalmente subjetivos y sin ningún tipo de fundamento. Es como el racismo, la homofobia, el machismo… Se inculca a los hijos, perjudicándoles enormemente, sin argumentos válidos.

Sí tiene mi atención la pareja que pasa ahora. Él suele ir de chulo, gafas de sol aunque esté muy nublado, van con tres criaturas, dos niñas y un niño. Ella es A., rubia, pequeña, y sé que tarde o temprano me buscará con la mirada y, si puede y se atreve, me hará algún gesto cómplice. Luego se sentarán al otro lado de las gradas junto con padres de otra escuela y, de vez en cuando, nuestras miradas se cruzarán y quizá también alguna sonrisa, de esas medio escondidas, como el banco entre los arbustos. Y me vendrán a la memoria los momentos en los que nos prestamos atención mutua. Fue un momento, casi, en la línea temporal del día a día, un punto imperceptible en una onda expansiva. Y me costará recordar porque pasó todo y también por qué no ha vuelto a pasar. La charla en la plaza de hace unos días, cuando fuimos los únicos ingenuos que pensaron que no llovería; volver a encontrarse por la calle y aprovechar para ir a tomar un café, continuar en un rincón, en la bajada del parquin, besándonos como si fuera una película en la que no te cuentan qué pasó justo antes.

Luego vendrá la hora de marcharse, con los niños sudados y fastidiados por tener que irse tan pronto, me despediré de M. que se marcha con el suyo para el otro lado de la plaza, diré un adiós al aire a los de la grada de abajo. Porque yo soy alguien educado y no tengo nada en su contra, solo el hecho de que estén en contra de mí. Daré un último vistazo esperando encontrar sus ojos, que no son alucinantes pero si bonitos. Sonreiré para adentro y abandonaré la plaza, con las dos manos ocupadas por otras dos manos más pequeñas, que requieren, necesitan y a ellas les regalo, que no les presto, toda mi atención.

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