Revista Sociedad
Se cumplen veinte años del final de la WWII, la batalla del siglo XX que nació del revanchismo inculcado en varias generaciones europeas por la remota detonación del asesinato de un archiduque, y debió terminar con el suicidio del militar con monorquidia o las bombas sobre unos cuantos japoneses que paseaban sin mirar al cielo. Porque decir que la unificación berlinesa, o como dijo el canciller Kohl “apertura de la frontera”, significó otra cosa es ser mas lerdo que leído. Lo triste es que la gran contienda que debió convertirse en el fin del fascismo europeo, ese que se alzó contra la democracia para hacer de España una, grande y libre, terminó con el comunismo, que, para qué decir lo contrario, se refugiaba en el poder popular creando el miedo, un terror no muy alejado de sus odios. Y mientras los alemanes, ahora hermanos, brindaban alegres y saltaban y reían y bebían y bebían y volvían a beber, mientras le daban al escoplo –si yo tuviera un martillo- y guardaban un trozo de hormigón cual piedra preciosa, los europeos del este empezaban a recelar del vecino, a creerse que occidente -¡oh, capital!, ¡mi capital!- traería la bonanza helicoidal. Veinte años del fin de la guerra, si obviamos lo de israelitas y palestinos, separados por otra vergüenza de mineral infranqueable y alambre de espinos, una aversión difícil de desentrañar y muy anterior a la WWII, según dicen, veinte desde que el mercado libre comenzase a planear sobre los europeos y comenzase la WWIII, la que hoy nos envuelve con su manto suave y silencioso. La dama de hierro, esa baronesa que junto a un pésimo actor de Hollywood se dedicaron a hacer del mundo su tablero de Risk-Monopoly -Juegos Reunidos Ltd.-, decía -quién sabe si lo dirá todavía en la intimidad de su hogar o tendrá bastante con las andanzas del pequeño Mark- que prefería dos Alemanias a una, que ya la habían vencido en un par de ocasiones, pero que aquí estaba de nuevo. Berlin, la capital de los primeros años del XX, los años que no lo fue New York, era una amenaza. Habían caído los últimos kilómetros de barricada y tal vez añoraba los días de sirenas y nidos de ametralladoras, de agitación social y cargas policiales; ella, que había creado durante toda la década que finalizaba la falsa riqueza, la pureza del capital efervescente, sabía del peligro de tanto alborozo. Hoy, envueltos en ceros y unos que vuelan sin motor, veinte años después, lo triste y lo capital es que nadie diga que aquel día que todos aplaudimos no sabíamos la que se nos venía encima, que con la amenazadora sombra del comunismo sobre nuestras cabezas, vivíamos mejor. Si el desenfreno tras la caída fue un pecado o una pena, decir capital es poco. (Advertencia: Un artículo puede ser masculino, femenino o, si dolido, neutro, pero jamás indeterminado si acompaña al sustantivo capital: lo digan los académicos, el hagiógrafo de guardia o la televisión de pago. Y aquí, y ahora, Marx y su obra pintan más bien poco.)
Caída del Muro (Berlin, 9 de noviembre de 1989)