“Mi columna vertebral” es el primer poemario de Andrea Mazas, que ve la luz a través de la editorial Baile del Sol y no lo hace completamente sola, sino acompañada por la voz y la guitarra de su pareja, el músico Antonio de Pinto. Así pues, el libro incluye un cd de poemas musicalizados.
Me interesa la voz de las poetas en cuanto a mujeres, no porque sean garante de mayor calidad sino porque han estado silenciadas demasiados siglos, precisamente por eso. El hecho de que haya una mano masculina añadiendo algo a estos poemas, ha hecho que me preguntase si enriquece y aporta valor al texto, o si los textos de Mazas habrían llegado al público igualmente por sí solos.
Temas recurrentes como discos intervertebrales
Hay varios tipos de poemas diferenciados en este libro, que se alternan y se confunden. Voy a empezar con los que más me han gustado. Andrea es capaz de volcar en el papel grandes ideas y dispone de buenos recursos literarios para darles forma y hacer que su mensaje se transmita. Le preocupan temas importantes y muy diferentes entre sí, como el crecimiento, la madurez y la superación personal, el apego emocional, el sometimiento de la mujer en la sociedad heteropatriarcal o las limitaciones lingüísticas contra las que lucha a la hora de expresarse por escrito, etc.
Estos son algunos de los temas más recurrentes, pero se trata de un poemario bastante redondo que da cabida a muchas más cuestiones entre sus versos. Acerca del lenguaje, en su poema “Pero” (si no el mejor, uno de los mejores de todo el libro: lo transcribo al final de esta reseña), Andrea analiza la necesidad de utilizar las palabras como herramientas que abran puertas y hagan que el lector se sienta como en casa, y denuncia que otros escritores levanten muros con ellas y les den, en fin, un mal uso. También en este poema, critica de forma sucinta el plagio y termina con un juego de palabras que vuelve a incluir los primeros versos, logrando una pieza redonda y muy brillante.
Acerca del lenguaje, le preocupa el hecho de tocar un techo invisible de cristal y descubrirse incapaz de nombrar las cosas tal y como las piensa en su cabeza, por culpa de las limitaciones del lenguaje. En el poema “El nombre de las cosas”, que a continuación transcribo, reivindica lo innombrable, y en un alarde de creatividad que nos deja impresionados, consigue escribir precisamente sobre aquello que no puede ser nombrado, como hizo Giorgio Agamben en la deliciosa “La muchacha indecible” (Sexto Piso, 2014).
EL NOMBRE DE LAS COSAS
estamos
tan cosidos al nombre de las cosas
que a veces solo sabemos eso
―el nombre de las cosas―
y aprieta la costura,
tirante el hilo,
y nos ahogamos
de nombres
y solo de nombres
sin cosa ni asa,
de nada
reivindico
el descosido
el agujero ignorado
el roto impecable
Más allá de Andrea Mazas: ecos
He creído entrever la influencia de Alejandra Pizarnik (“La jaula se ha hecho pájaro y se ha volado…”) en Andrea Mazas en versos como estos: “Tengo un viento dentro. / Me agita ramas de memoria. / Las hojas dispersas, / en punto de caída perpetuo. / Habito un otoño de continuidad." O también en: “Tengo un pájaro en mi pecho. / Yo le doy de comer, despacio. / Me agita las alas, me tiembla (…)”
Me gustan los poemas de Mazas cuando surgen de su propia individualidad, pero se tornan un tanto cursis cuando entra el “nosotros”, transmitiendo a veces la idea de que la pareja es una pieza que completa al individuo, quien ya no ve más allá de su media naranja, o hace alusión a ideas poco saludables (“En nuestras bocas, mientras nos besamos / bailan los amantes que tuve con las mujeres a las que amaste”). Aunque versos afortunados como estos nos lo desmienten: “no quiero ser la princesa de nadie, / bastante tengo con intentar saber / quién es Andrea”.
Otro de los poemas más brillantes, “Lo seco y lo que crece”, aborda el tema del desapego con mucha valentía: habla de que en ocasiones es necesario ser cruel para alejarse de algo en lo que nos hemos involucrado demasiado y nos hace daño. Se trata de una metáfora donde la protagonista deja de regar de forma consciente solo una de sus plantas, en este sentido cobra mucha fuerza el paralelismo con el concepto de “rizoma” del filósofo Gilles Deleuze.
LO SECO Y LO QUE CRECE
me hice la tonta con esa planta hasta que solo fue una pequeña
isla yerma en su maceta y ya no pude ser más su náufraga
me decía a gritos secos que la regara / que la hablara / que
estaba ahí / que yo la había puesto ahí
pero yo me hacía la tonta y cada vez me lo hacía mejor
me paseaba con la botella de agua cerca de ella y premiaba
al resto de plantas / como lo hace un dios sin misericordia
era el último reducto de un jardín que pensé nuestro / lo
dejé secar como la forma más inocente de matarte
ahora solo queda la tierra seca / no más / ni siquiera es
pasto de gusanos
pero junto a esa maceta crece la flor con la que fui más
generosa / allí se quedan las dos / lo seco y lo que crece
como una lápida y un sol que quema
un recordatorio / para elegirme entera tuve que deshacerme
de ti / de lo poco que me quedaba de ti
En cuanto a las versiones musicalizadas de los poemas, son piezas muy sencillas que tienen reminiscencias a Serrat, por definirlo de alguna manera. Creo que definitivamente no aportan valor al texto y que lo ideal es que sea la propia poeta quien dé voz a sus textos, si se atreve a transmitirlos tal y como suenan en su cabeza (muchos recitales poéticos son monótonos porque su autor es incapaz de dar color a su voz, o no se atreve). Dejando esto a un lado, “Mi columna vertebral” ha sido un sorprendente hallazgo que me ha dado buenos ratos de lectura, desde aquí lo recomiendo ya que a pesar de las pegas que le he encontrado, pesan más los argumentos a su favor: disfruten de la lectura.
PERO
hay quien monta una barraca sobre una fosa de adjetivos
pero yo creo que la palabra debería ser siempre
una llave, y no un telón o una máscara,
y leo del modo en que trato de vivir,
con luz y buenas vistas, sin cortinas,
y así también trato de escribir,
como, intuyo, lo hacen mis maestros,
los aventajados peones de la palabra,
que derriban la cuarta pared de la poesía
y dejan abiertas todas las puertas de su casa,
y yo entro en ella para sentirme como en la mía,
y me sirvo de ellos y repito, si es preciso,
sin miramientos,
y allí dentro, mientras suena la música,
paseo por sus líneas tomando nota
de telas, soportes, flores, grifería
y también de los desperfectos
y de las grietas y de la pintura levantada
allí donde ellos pierden el paso y se agota el ritmo,
y dentro, más dentro todavía,
casi al final del pasillo, veo
sus joyas, sus valiosos cuadros, sus souvenirs,
que me dan ganas de robar y echar a correr
porque me siento pobre y no como en mi casa
pero hay demasiados testigos y da igual
porque enseguida me doy cuenta de que
sus joyas, sus valiosos cuadros, sus souvenirs
no quedarían bien en mis paredes porque desentonarían
con mis desperfectos, mis grietas, mi pintura levantada,
y entonces sé que llega la hora de irse a la francesa
pero me cuesta alcanzar la salida porque me entretengo
abriendo otras puertas del pasillo como esta,
que yo no quería abrir ahora porque yo solo venía a decir
que la palabra debería ser siempre
una llave, y no un telón o una máscara, pero
hay quien monta una barraca sobre una fosa de adjetivos