Revista Cultura y Ocio
Me pongo a leer el último cuento de Dublineses (James Joyce, 1914), Los muertos, y me digo que me lo tengo que leer del tirón; sin percatarme de que se trata de una pequeña novela que, en la edición que tengo entre manos, cuenta con más de cincuenta páginas. Joyce es como Chéjov, como Dostoievski, su prosa te embruja, te atrapa, te deja pegado a las páginas. Es una prosa que, sustentada sobre una sólida estructura de cuento tradicional, introduce y desarrolla la historia por medio de un estudiado tempo, para acabar sorprendiendo con un giro final. Los personajes, detalladamente descritos, nos van mostrando lo que tienen dentro, en su interior, para que, de este modo, al llegar al final de la narración, seamos partícipes de la emoción, su emoción. Se trata de que las palabras construyan imágenes, y no al revés. En Los muertos la celebración precede a la muerte, porque la vida es eso, un paso previo a la muerte que no deja más opción que la de exprimirla al máximo. Media hora después de empezar a leer noto pesadez de párpados, pero me estoy divirtiendo tanto que no estoy dispuesto a ceder al sueño; sigo leyendo. Al cabo, cuando quiero darme cuenta, ya estoy dormido. El día, al igual que el fin de semana, ha sido agotador. No puedo más. Mi conciencia cae en un profundo estado onírico. Sueño que estoy en Dublín o en alguna ciudad británica que me suena pero que no conozco. Sueño que estoy con charlando con Enrique Vila-Matas en un pub. Me cuenta que él tuvo un sueño premonitorio que transcurría en Dublín, ciudad en la que nunca había estado, y que de ahí surgió su última novela, Dublinesca. Sueño que entra Joyce en el local. Es un Joyce moderno, con gafas de pasta, Converse All Star y americana con camiseta. Joyce conoce a Enrique, se saludan amistosamente. Sueño que me despierto. Y, en efecto, me despierto sobresaltado, pensando que podría quedarme dormido hasta el día siguiente aun con las lentillas puestas. Me incorporo y vuelvo a coger el libro. Tras un tiempo indeterminado de lectura, que me resulta corto, llego al final del cuento. Estoy totalmente metido en él. Soy parte de la trama, del Dublín de hace cien años, y me doy cuenta de que, por muchos avances que tengamos, el hombre sigue moviéndose por las mismas motivaciones que los hombres de toda época. La sociedad cambia sus hábitos, pero el ser humano permanece inalterable en su naturaleza. Leo el final y acabo el relato. Un poso de satisfacción se estanca en mis papilas gustativas. Estoy desorientado, en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia, entre la realidad y la ficción, entre la vida y la muerte. No sé si es de noche o es por la tarde, no sé, siquiera, si estoy en mi casa o soñando que estoy en ella. Miro el reloj, son las 11 de la noche… ¡No me lo puedo creer! Empecé a leer a las 8, leí un cuento de Maupasant y Los muertos. El paso del tiempo es algo relativo, sobre todo cuando uno, metido en una realidad paralela, más allá de las tres dimensiones conocidas, pasa a formar parte de todas las cosas. Cosas como la mente de Joyce, o su pluma, o sus personajes. Sí, quizás sea eso: me he convertido en un personaje de ficción...