Revista Educación

Mi gran melón

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Mi gran melón

Mi gran melón

“Melonhead”, de Tim Burton.

Nunca me gustó el Día de los Inocentes. Mientras escribo estas líneas, a falta de una hora para la llegada de esa jornada aciaga, vuelvo a preguntarme quién demonios inventó esta extraña celebración basada en la perpetración de todo tipo de bromas, humillaciones y noticias falsas. De hecho, esta efeméride constituye uno de los grandes misterios sin resolver que me han acompañado desde la infancia. ¿Cachondeo y júbilo para conmemorar una matanza de niños? ¡Es de locos! Es verdad que, ya de mayor, alguna vez me han dado ganas de amordazar a algún infante latoso, incluso de meterlo en una maleta y exiliarlo a una reserva apalache hasta los dieciocho años. Como aquel que no paraba de gritar mientras tomábamos café y que cerró su actuación lanzándose a plomo sobre mi bolso, escachándome las gafas de sol. O el que trajeron unos amigos de unos amigos a casa para pintarme el parqué con rotulador y enredarme para siempre los hilos del choque elástico. Pero de ahí al exterminio hay un trecho.

En realidad, también reniego de esta jornada porque detesto que me tomen el pelo. De eso sé bastante. Cuando era pequeño, algunos compañeros de clase me llamaban cabezón por razones evidentes: que calzo (o como se diga al hablar de sombreros) una talla 60 de mollera, un gran intelecto según mi buena madre, pero una cabeza de buque para el resto. Era tan enorme que cuando mi hermano y yo nos dejamos el pelo largo a la vez, a los tres meses el mío iba por encima de las orejas y el de él ya había llegado a media espalda, usando el mismo champú. El caso es que un día se celebró en el colegio una fiesta de disfraces y nos obligaron a salir en procesión por el patio. ¿Adivinan de qué me tocó disfrazarme? Pues me largaron encima un cabezudo, papahuevo o como diantres quieran llamarlo. Convertirme en un metacabezón, en una suerte de matrioska formada por un gran cráneo dentro de otro, me marcó de por vida. Años después, al verme por la calle, los niños seguían metiéndose la mano en la boca para saludarme, como si estuvieran en una cabalgata. Fue una época dura.

Otro de los enigmas de mi niñez que todavía no he logrado descifrar es la amenaza que lanzaba una de mis tías cuando no queríamos ir a dormir: “¡Como no vayas a la cama va a venir Pericles y te va a comer!”, decía. Yo creo que la pobre, a saber por qué, confundía a este señor con Herodes, el asesino de niños responsable del Día de los Inocentes. Sea como sea, el destino me hizo descubrir, pasado el tiempo, que Pericles era cabezón como yo, que sufría constantes mofas y que siempre aparecía en público con un casco ridículo para tratar de esconder su desproporción. Hace poco, mientras tomaba una cerveza en la terraza de un amigo, la hija de su hermano apareció por detrás y me empezó a frotar la calva recitando: “Ohhh, gran bola de carneee, dime el futuuuuroooo”. Ese día comprendí que, como el ateniense, jamás me desprendería de mi gran melón.


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