Revista En Femenino

Mi hija fue víctima de bullying… y yo no me di cuenta

Por Coachingparamamas

Hace no tanto tiempo empezamos a hablar abiertamente del bullying, del acoso escolar. Antes, era un tema silenciado, casi vergonzoso. Hoy sabemos que no se trata solo de empujones o insultos directos. A veces, el daño viene disfrazado de juego, de risas, de “cosas de niños”… y eso es lo que más duele: que nuestros hijos sufran sin que nos demos cuenta.

Desde mi experiencia personal, les confieso algo que aún me duele: mi hija fue víctima de bullying… y yo no hice nada a tiempo.


Antes de que me juzguen por mi pasividad, quiero aclarar que, cuando ocurrió, este tema no se discutía abiertamente. Era motivo de vergüenza, no de conversación. Y aunque a mí no me gustaba lo que ocurría, la falta de conocimiento —y quizás también mi juventud— me paralizó. Sé que no es excusa. Me paralicé por miedo… y es justo eso lo que quiero que estas líneas eviten en ti.

El juego que escondía abuso

Mi hija, que hoy tiene 14 años, en ese entonces tenía 7 u 8 y cursaba segundo o tercer grado. Como todas las niñas de su edad, jugaba en el recreo con un grupito de compañeras.

Cada tarde, sin falta, le preguntaba:
—¿Cómo te fue hoy, mi vida? ¿A qué jugaste?

Una vez me dijo, con esa inocencia que parte el alma:
—Jugamos a ser princesas… todas son princesas, mami, y yo soy el perrito.

Se me paró el corazón.
—¿El perrito? ¿Cómo así, cariño?

Y entonces me contó: se ponía de cuatro patas, como un cachorrito, y las “princesas” le decían que, si quería ser una de ellas algún día, tenía que lamerles los zapatos para limpiarlos. “Mañana seguro yo soy princesa”, me decía con esperanza.

Mis ojos se llenaron de lágrimas. Traté de contenerme, porque necesitaba entender más. Le pregunté si alguna vez otra niña hacía de perrito.
—No, mami —me respondió—. Ellas siempre son princesas. A veces yo soy Cenicienta… pero nunca princesa.

No pude contener las lágrimas. Me sentí desgarrada. ¿Era mi culpa? ¿Por no estar más presente? ¿Por el divorcio? ¿Por no haberme dado cuenta antes? Mil preguntas me atormentaban cada vez que volvía a preguntarle: “¿Y hoy, a qué jugaron?”

Cuando la escuela mira hacia otro lado

Fui a hablar con la maestra. Su respuesta fue fría, desalentadora:
—Señora, esos juegos son normales. Son cosas de niños. Ella debe aprender a defenderse sola.

Pero yo sabía que no era así. Empecé a reforzar su autoestima como pude: le decía todos los días lo hermosa, valiosa y digna que era. Le insistía en que no tenía por qué aceptar juegos que la hacían sentir menos. Le sugería buscar otras amiguitas, otros juegos… Fueron meses duros, cargados de impotencia y miedo.

Y justo cuando pensaba que lo peor ya había pasado, la maestra me llamó de nuevo. Esta vez, porque mi hija había escrito una carta “muy fea” contra una de esas niñas. Me mostró el manual de convivencia del colegio y me pidió que lo leyera con ella.

¿Mi respuesta? La misma que me habían dado a mí meses antes:
—Son cosas de niños, ¿no lo recuerda?

Claro, no le gustó. Pero ya no me importaba.

Afortunadamente, al terminar ese año escolar, la familia de esa niña se mudó del país. Mi hija encontró otro grupo, empezó a jugar a la “ere”, al “1, 2, 3, pollito inglés”, al escondite… y poco a poco volvió a sonreír con libertad.

Lo que quiero dejarte hoy, desde el alma, es esto:

Habla con tus hijos. Pregúntales, escúchalos, cree en su palabra.
A veces no saben nombrar el dolor, pero te lo muestran en sus palabras, en sus juegos, en sus silencios.

El bullying no siempre deja moretones. A veces deja heridas invisibles que tardan años en sanar.

Exige que tu escuela esté preparada. Que los docentes no minimicen lo que duele. Que se hable del tema en reuniones de padres. Que se actúe.

Y sobre todo… no estás sola. Hoy hay redes, grupos, profesionales, otras madres que han pasado por lo mismo. Pedir ayuda no es debilidad; es amor en acción.

Está historia la conté hace ya más de dieciséis años.
Dieciséis años en los que uno esperaría que las escuelas, las familias, las instituciones, hubieran aprendido. Que hubieran creado protocolos reales, capacitado a su personal, escuchado a las madres, protegido a los niños.

Pero la cruda realidad es otra.

Hoy, en pleno 2025, seguimos escuchando en las noticias historias que parten el alma: niños abusados no solo por sus compañeros, sino también por quienes deberían cuidarlos —profesores, entrenadores, figuras de autoridad—. Seguimos leyendo sobre menores que, presa de una desesperación silenciosa, deciden atentar contra su propia vida porque sienten que la muerte es la única forma de liberarse del dolor constante, del rechazo, del miedo que los persigue hasta en sus casas, a través de pantallas, en los pasillos del colegio.

¿Por qué seguimos fallando a nuestros niños?

¿Cómo es posible que, después de tantas campañas, tantos testimonios, tantas vidas rotas, sigamos sin tener las herramientas reales —no solo en el papel, sino en la práctica— para prevenir, detectar y actuar con firmeza ante el acoso escolar? ¿Por qué seguimos normalizando ciertos comportamientos con frases como “es cosa de niños” o “es que son así a esa edad”? ¿Por qué hay escuelas que aún hoy responden con indiferencia o, peor aún, con castigos a la víctima por “romper la armonía”?

El bullying no es un juego. No es una fase. No es “normal”. Es violencia. Y cuando no se interviene a tiempo, deja cicatrices que duran toda la vida… si es que la vida no se apaga antes.

Entonces, permíteme dejarte esta pregunta, no para que respondas en voz alta, sino para que la lleves contigo al mirar a tus hijos, al entrar a una reunión de padres, al escuchar a un niño callado que ya no quiere ir al colegio:

¿Qué más tiene que pasar… o a quién más le tiene que pasar… para que las instituciones, los adultos, la sociedad entera, realmente tomen cartas en el asunto?

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