Recorro millares de líneas en las baldosas, estirándose imaginarias marcan horizontes demasiado cercanos, durante unos cinco minutos infinitos. He llegado hasta aquí sin tiempo, sin un destello en el reloj digital de mi móvil. Ahora, despacio, ya lejos de las llamas que me rodean sin quemar, lacerándome sin tocarme. Ahora, un segundo después y una vida más, con un torbellino agridulce que no encuentra acomodo entre las habituales tormentas. Mis pies se mueven rompiendo rayas, mi vista fija en el brillo dorado que se estira como un marca páginas entre un cielo limpio, sin rastro de nubes y un mar oscuro, roto con líneas atormentadas. Me quito las gafas, intento evitar cualquier fantasma entre la realidad y la caleidoscópica visión que eructo. En este momento, con mis ojos ligeramente cegados, veo el mar relajado, las olas tortuosas son vaivenes dulces de una canción de cuna. Es una página repetida, tan repetida como su reflejo, ambos inmensos e ingobernables a pesar de su tranquilidad, ilegibles y tan parejos en sus caricias y en sus arrebatos al ciclón que me aleja y me amarra, deshilachando cada segundo el tiempo monótono ya sin memoria.
En la fuente que me separa de la playa, rebusco entre la tela del bolsillo el placebo verdadero del olvido. Aplastada entre monedas, acicalada con las pelusas que se desgajan con el roce; la noto por el pinchazo de las afiladas esquinas del envoltorio. Lleva migajas de tabaco adheridas y las soplo. Está medio abierto por el trasiego que ha sufrido. La pliego clavándole la uña. Sucia de las alegrías, negras de grasa de lo tangible, de perdida de la memoria corrosiva. Lástima que es momentánea, precoz. La engullo y espero, alucinando con que el espacio no existe, ni los famélicos árboles que me rodean, ni los trozos de cristal, apestados de alcohol, esparcidos como las runas de una bruja seca a lo largo del camino recorrido durante mi anterior vida. Me pregunto si el pasado es necesario o hay que guardarlo en el olvido. Ahora lo engaño con el presente enmarcándolo con colores que lo acicalan, haciéndolo engullible, suavizándolo con carcajadas ruborizadas.
Mis manos, siempre mis venas azules marcadas en mis manos, son mi norte en el desorden. Las miro, cada vez más marcadas y asustándome con su llamada a la locura. Arrugadas, mientras no encuentro la decisión de levantarme y caminar en la dirección.
Cambio de posición cuando mi cuerpo se queja. Siempre me avisa y espera con paciencia. Agacho mi vida y me levanto. Paseo, sé a dónde voy, sin dudas. Sigo el mismo camino. Se reproduce. El miedo aparecerá cuando despierte la realidad.
Corro durante un suspiro, más rápido de lo que nunca habría imaginado años atrás y ahora, siempre corro sin meta. A pesar de lo veloz que sea y lo capaz que me sienta en ese segundo en el que decido, el siguiente lo ha asfixiado sin piedad y no hay más, es inacabable mientras sigo despierto; lo ha hundido en un pozo oscuro, negro, sin ningún atisbo de sombras. Y es allí mismo en la noche durante mi vigilia de sueños conscientes donde se gesta, donde mi alba va a nacer acompañada de otro momento de lucidez. Otro más en una eternidad, salpicándola de forma imperceptible.
Siempre buscando la diana a la que no alcanzo. Incluso en el salto de mi longeva infancia, abriendo la ventana y dejándome caer planeando en la noche; nunca acabé al lado de mi dama o en una isla animada. Solo las tinieblas me rodeaban hasta desaparecer en mi almohada.
Camino despacio, no me arrastra realmente la inercia de la agitación que me consume. Arrastro mi cuerpo sin visualizar el espacio cercano que me rodea, sin cruzar miradas que resbalan, sin saludar voces que me rozan, el centro de mi universo es un punto de mi tamaño con el que ocupo hasta las galaxias más lejanas. Poco más de un metro de distancia, desde donde mis artes embalsaman el aire adormilando las sensaciones que puedan detectar mis miedos.
Si volvería a nacer solamente cambiaría el punto de inflexión pero sin eliminarlo, solamente lo atrasaría o quizás no… Qué más da! Si, quizás me gustaría poder atisbar a través de la pequeña rendija vertical entre los goznes de la puerta del futuro, unos segundos antes de pisar, incluso en el vacío. Mirar con la pupila rasgada las cartas del primer azar.
Estoy subiendo en la espiral que otros días corre en la dirección opuesta. Incluso, algunas veces, me he visto desmoronarme mientras mi ego asciende. Pocas veces vamos al unísono y hasta me cuesta tener dos puntos de vista en las contadas ocasiones que ocurre.
Finalmente, cogí su mano, dulcemente, sin pensar en el acero que abrazaba, sintiéndola frágil.
Saboree su perfume tosco, arrullándome con su voz agria, desconfiadamente satisfecha. Miré hacia atrás. Un desierto, era un erial, el pasado era lóbrego y solamente irradiaba ceguera. Una flor hipnótica se abría sobre mí, envolviéndome con sus pétalos de dulzura, cubriendo mis deseos con un abanico multicolor de sensaciones. Una piel y unos latidos conciliando el fuego eterno con mi eterna primavera. Sedándome. Despertándome.
Como un frágil despojo mi cuerpo corta las arrugas de las sábanas blancas, un cuadrado del tablero en el que juego. Soy la figura pálida, blanca o negra, en una partida en la que juego de caballero, torre, peón, … En un campo de batalla con enemigos y camaradas mudos como de sueños, un juego de salón, un salón de baile donde se gira como un torbellino de pasos cuidados que no dejan huellas, donde se alarga o no hay final. Una cama donde florecen rosas que dejan regueros de sangre, se salpican margaritas inocuas y olvidadizas, petunias como su nombre engreídas y estiradas, lilas delicadas, y otras que no recuerdo ni su parecido. Todas ellas marchitas y olvidadas en el mismo cuadro en el que florecieron y obviaron seguir el juego para cortar la cabeza de su enemigo o compartir la almohada de cortesana.
Texto +Ignacio Alvarez Ilzarbe