No fui a la manifestación en favor de las víctimas del franquismo y contra la actuación del Tribunal Supremo contra Baltasar Garzón. Estaba fuera de Madrid y, a pesar de que E. y yo lo teníamos previsto, se nos hizo muy tarde y no llegábamos, por lo que optamos por evitarnos el viaje. Pero si no estuve físicamente, sí lo estuve espiritual y sentimentalmente, con todo mi corazón y toda mi inteligencia. No tengo familiares perdidos en fosas comunes junto a remotas (o no tan remotas) cunetas, pero me considero huérfano de todos los que fueron asesinados durante el franquismo.
Pero esta entrada va más allá de los asesinados de nuestra historia colectiva. La escribo pensando en mi padre, en los millones de vícitmas no asesinadas físicamente pero amputadas ideológica y emocionalmente durante cuarenta años. Él, Manuel Rico Delgado, carpintero, tenía diecinueve años cuando terminó la guerra, participó en ella en la llamada "quinta del biberón" y fue miembro de las JSU. Después, su vida se desarrolló bajo la humillación colectiva, en una España sombría, sólo apta para los vencedores, para los fascistas y asimilados. "Mi padre de viento puro", así me refería a él en un poema de mi primer libro. Mi padre olía a cola de carpintería y a barnices, a madera pulida y a serrín. Mi padre era el héroe de mi infancia a pesar de que sólo lo veía algunas noches o en las mañanas del domingo. Mi padre me llevaba a tomar el vermut a loa bares del barrio de la Concepción de los primeros años 60 y me presentaba a sus amigos, hombres hechos y derechos viviendo, también, en la humillación, a los que, con un orgullo emocionado, les decía: "este es mi hijo y será ingeniero".
.Mi padre hablaba de fútbol, de quinielas, de tipos de madera, de las nuevas técnicas del poliéster, que susuítuía al barniz tradicional y que creaba, sobre la madera, una capa parecida al vidrio. Mi padre intentaba ser feliz y hacernos felices pero llevaba con él una herida y un silencio hondo, estrecho y afilado: era el silencio del miedo a hablar, a pronunciar palabras como democracia, libertad, sindicatos, república. Era el silencio que había echado raíces en los amigos asesinados, en la juventud amordazada, en una memoria del terror del que, en nuestra familia, nada sabíamos. Nada contó (nunca supe si se lo contó a mi madre) de su experiencia de posguerra y sólo muchos años después, cuando él había muerto, un viejo amigo suyo me contó que estuvo confinado en el campo de concentración que Franco habilitó en el antiguo estadio (por llamarlo de alguna manera) del Rayo Vallecano junto a varios miles de presos políticos. Aquella revelación me llevó a pensar en él y en el silencio con que había llevado una pena inmensa. En los secretos que lo acompañaron (¿torturas, humillaciones, vejaciones físicas, renuncias, traiciones inconfesables como cantar el "Cara al sol" con una pistola en el pecho o sólo por sobrevivir?) a lo largo de la vida y de los que nunca nos habló. Mi padre de viento puro que murió con 59 años un 25 de junio de 1979, poco menos de un mes antes de que se nos fuera Blas de Otero.
Mi padre autoritario sin ser consciente de ello. Mi padre que no podía ayudarme en las tareas escolares porque no sabía apenas algo más que las cuatro reglas y leer y escribir. Mi padre que leía, a escondidas, las panfletos que recogía en el tranvía. Mi padre retenido por la guardia civil en los primeros de mayo de los años sesenta y abandonado junto a una tapia próxima al barrio después de los golpes y las vejaciones. Mi padre con lágrimas en los ojos cuando, a mis 23 años, le dije que me iba de casa. Mi padre acobardado ante un hijo que se metía en la lucha clandestina y del que, a la vez, se sentía orgulloso (primeros años 70). Mi padre, que pasó su vida soñando con la libertad y que, de los 59 años que vivió, sólo en 6 gozó de un sistema democrático. Mi padre que comenzaba a saborear la libertad, que acababa de vivir las primeras eleccones libres en 1977, de aprobar la Constitución del 78 y de elegir el primer ayuntamiento de izquierdas en la ciudad de Madrid, el que presidiría, a partir de abril del 79 ("Era distinto abril", escribió Vázquez Montalbán, poeta) el irrepetible alcalde Enrique Tierno Galván, y al que un maldito día de junio, la muerte decidió llevárse para que no pudiera gozar de manera plena de la libertad robada durante casi medio siglo. Mi padre que no conoció a mis hijos. Mi padre que murió antes de saber que yo sería el primer titulado universitario de todas las generaciones de su estirpe. Mi padre de viento puro. Mi padre oloroso a tabaco negro, a vino barato en las noches de los sábados de un tiempo remoto, mi padre lijando, barnizando, presidiendo la mesa de nuestra pequeña familia en la cena de Nochebuena. Mi padre llevándome al cine, regalándome libros que intuía me iban a enseñar algo de lo que él nunca llegó a aprender. Mi padre.
En estos días, mientras asistía estupefacto a las actuaciones del juez Varela contra Garzón, pensaba en los asesinados perdidos en las fosas comunes olvidadas en cunetas y descampados. Pero pensaba también en las vítimas que cruzaron la dictadura en un silencio hecho de humillaciones y sevicias. En quienes, hombres y mujeres, crecieron, maduraron acobardados, rotos, conviviendo durante décadas con sus fantasmas, con los asesinos de amigos y compañeros viviendo cerca de sus domicilios, en quienes arrastraron secretos inconfesables y humillantes y hubieron de acostumbrarse a una cotidianidad de plomo y de mediocridad infinita. Pensé en Manuel Rico Delgado. En el destinatario de algunos de mis más emocionados poemas. En el hemenajeado en mi novela Los días de Eisenhower. En mi padre de viento puro.