Revista Diario

Mi padre conocía a Mingote.

Por Negrevernis
No recuerdo muy bien, pero tendría siete, ocho, tal vez nueve años cuando empecé a estudiar piano. Mi padre había decidido para mí que debía seguir la estela del suyo, pianista por orden del abuelo, interventor del Banco de España.
- Cuando lo del oro de Moscú -añadía mi padre siempre-, eso es importante, que salió en la portada del ABC de aquellas.
Obviamente, el mejor complemento eran las clases de ballet, aunque ya no en el Conservatorio.
- Así también harás deporte, te formarás en el arte -añadieron en casa, mientras yo veía con horror el maillot rosa y las zapatillitas.
Yo nunca vi muy claro mi futuro como pianista, aunque recuerdo en mi incipiente adolescencia -no fui precoz en eso, afortunadamente para los que me tuvieron que rodear entonces-, que el resto del mundo lo tenía claro.
- Terminas la carrera de piano y luego, si quieres, te pones con otra carrera -me decía la mujer de mi profesor de piano, una tarde que compartíamos, supongo, yo un batido, ella un café. A la vera del Conservatorio había dos cafeterías muy chic, muy monas, muy de art-dèco, en la que esperarían mi salida mis padres.
Siempre es más cómodo que los demás lo tengan claro por ti, por supuesto. Salieron así a la luz, todos aquellos años, las partituras de mi abuelo, hasta sus breves composiciones y aquello de cuando creó un coro de voces poco blancas, en el pueblo, en lo veranos.
- Y nadie sabía nada de música, pero ¡qué bien sonaba todo! -me decía mi padre, orgulloso.
A mí no me gustaban especialmente las partituras aquellas del musiquero -¿sesenta, ochenta, cien años?-. Yo nunca fui capaz de escuchar la música en mi cabeza con sólo leerlas, y lo único que me llamaba la atención era su color amarillento, el leve olor a rancio y el tiempo retenido en las anotaciones del profesor de mi abuelo.
- Yo es que preferiría ir a clases de pintura -decía en todos los principios de curso.
- No va a poder ser, tienes que ir al Conservatorio -respondía, invariablemente, mi padre.
Mi madre, de aquellas, no decía nada, cosa que nunca le he agradecido, porque mi madre será muchas cosas, pero la verdad es que siempre se le dio bien la pintura, y las acuarelas de su casa son su mudo ejemplo. Supongo que le gustaba ir a las cafeterías chic y muy monas de la vera del Conservatorio, y esperar a que acabara mi clase de Solfeo.
- Tú tienes que ser como tu abuelo, o como yo, aunque no me haya dedicado finalmente al piano -me decía mi padre. Mi abuelo no le dejó.
- Es sentar plaza de pobre -le aconsejaba con frecuencia Mingote, amigo íntimo de mi abuelo, profesor de música de mi padre.
Llegó un momento en el que fui yo sola al Conservatorio; nunca me gustó su edificio, ni el frío de sus paredes, ni la ciudad en la que está -aún hoy evito pasar por allí, y no sé si las cafeterías chic y muy monas de su vera siguen abiertas, a pesar de la crisis, porque imagino yo que serán caras. No me gustaba lo que significaba ni lo que me suponía: no poder ir a clases de pintura, dejar aparcados los pinceles, las pasteles, las aguadas y hasta el maloliente aguarrás del óleo, que siempre me dejaba algo de pintura reseca en mi mejor pincel de pelo de marta.
Una tarde tomé la decisión: dejaría de estudiar música.
- Te vas a arrepentir, te arrepentirás de esto toda tu vida -amenazó mi padre. Mi madre siguió muda. Supongo que ya le daba igual, pues tenía otros intereses y un bebé en brazos.
- Puede ser, pero ahora lo dejo. Yo quiero estudiar otra cosa, yo no quiero ser pianista, yo no quiero la música, yo quiero estudiar Historia. Yo quiero pintar.
Creo que fue una decisión de arrebato adolescente, o que, sin saber cómo decirlo, pero lo digo ahora, me quería liberar de una carga que no era mía: la de cumplir el sueño de mi padre porque el suyo no quiso que se asentara en plaza de pobre, como le decía Mingote. Y la de cumplir las expectativas de mi profesor de piano, que lo fue mío todos los años, hasta que en el último momento debió ver que yo no estaba para esas cosas, y me cedió a otro del que no recuerdo nada.
- Mamá.
- ¿Hum?
- Mamá, yo es que voy a ser policía, para poder decir a los coches por dónde tienen que ir.
- Muy bien, Niña Pequeña. Si es lo que quieres, no hay problema.
Mi padre conocía a Mingote.

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