He leído mucho porque pertenezco a una familia en la que leer era un vicio inocente y tradicional, un hábito gratificante, una gimnasia mental, un modo obligatorio y compulsivo de rellenar los tiempos muertos, y una especie de fata morgana en la dirección de la sabiduría. Mi padre siempre estaba leyendo tres libros a la vez: leía “estando en casa, andando por la calle, al acostarse y al levantarse” (Deut. 6.7); y encargaba al sastre chaquetas con bolsillos grandes y profundos, en los que cupieran los libros. Tenía dos hermanos igualmente ávidos de lecturas indiscriminadas; los tres (un ingeniero, un médico, un agente de bolsa) se apreciaban mucho, aunque solían robarse libros de las bibliotecas respectivas. Estos hurtos siempre se recriminaban a título formal, pero se aceptaban deportivamente, como si hubiera una regla no escrita según la cual aquel que desea verdaderamente un libro es digno de apropiárselo. Por ello mi juventud transcurrió en un ambiente saturado de papel impreso, y en el que los libros escolares se hallaban en franca minoría. Yo también he leído confusamente, sin método, según se estilaba en mi casa, y de ello, seguramente, habré extraído una cierta (excesiva) confianza en la nobleza y la necesidad del papel impreso y, de paso, un cierto oído y cierto olfato. Quizá, leyendo, me he ido preparando para escribir; del mismo modo en que el feto de ocho meses reside en el agua pero se prepara para respirar. Es posible que las cosas leídas reafloren aquí y allá en las páginas que luego escribí, pero el nudo de cuanto he escrito no está en aquello que he leído.
Primo Levi
Prefacio a La Búsqueda de las raíces
Foto: Primo Levi, Cesare Levi y Anna Maria Levi
Rapallo. 8 de enero de 1927.
Célebres ladrones de libros: Roberto Bolaño y Rodrigo Fresán