Revista Medio Ambiente

¡Mi primer erizo!

Por Felixyloslobos

A lo largo de mi vida he visto zorros, jabalíes, nutrias, sisones, águilas imperiales, buitres negros, osos… incluso lobos. He tenido la suerte de observar y fotografiar a placer especies amenazadas o en riesgo de extinción. He disfrutado con algunas de las joyas más preciadas de la fauna ibérica…

Pero hay un pequeño mamífero, tan discreto como familiar y abundante, que se me resistía hasta la fecha: el erizo. ¡Si, el modesto erizo! 35 años y unos días han tenido que pasar para ver el primero. Como un regalo de cumpleaños que llega con retraso…

Aunque parezca increíble, nunca había visto ninguno vivo. Y digo vivo, porque siempre los había visto reventados contra el asfalto, sobre todo en esta época, cuando el tráfico se intensifica y los hábitos nocturnos de estos animales, sumado a su lentitud, hacen de ellos el blanco más trágico de las carreteras españolas.

Lo había fototrampeado un par de veces en el jardín de mi casa. Sabía que merodeaba por los alrededores en busca de caracoles y lombrices. Tenía más o menos controlados sus horarios, sus rincones favoritos. Pero nunca había logrado sorprenderlo… Hasta el pasado sábado.

¡Mi primer erizo!

El erizo tiene entre 5.000 y 7.000 púas que emplea como técnica de defensa.

Una sombra oscura y redonda, casi fantasmagórica, se movía entre la hierba. No pude evitar salir disparado a su encuentro. Inmediatamente adoptó una defensa pasiva, quedándose completamente inmóvil, momento en el cual pude observarlo detenidamente.

No escapaba, no hacía el más mínimo esfuerzo por defenderse. Para él, la mejor defensa es un buen abrigo de púas. El único indicio de vida en aquella criatura espinosa era la expansión de su vientre con cada respiración. Algo que me dejó impresionado.

Con la curiosidad de un niño que es testigo de algo insólito por primera vez, dediqué largos minutos en la noche a su contemplación, olvidando por un instante el sentimiento de culpa que me invade cuando «acoso» más de la cuenta a un animal. Sentimiento que por supuesto afloró minutos más tarde, pasado ya el subidón del encuentro. No me fui a dormir tranquilo hasta cerciorarme, alejado ya varios metros él, de que desaparecía bajo las hortensias de mi jardín.



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