24 AGO 2022 - El País
El niño de la mesa de al lado le contaba a su madre una escena con entusiasmo. “Fue como en la película de Spiderman”, apostilló, y pronunció Spiderman con la perfección del colegio bilingüe en el que seguramente estudia y de las muchas horas de inmersión anglófona que acumula desde antes de aprender a hablar. La madre le corrigió: “Hijo, no digas espáiderman; di espíderman, que somos españoles”.
Era una acotación hermosa, porque camuflaba de españolidad lo que no era más que tristura por la brecha generacional. La madre conoció a Spiderman como espíderman, y seguramente tampoco ha dicho nunca Star Wars, siempre ha hablado de La guerra de las galaxias. Creció en una España donde las cosas se pronunciaban de un modo que a su hijo le suena rústico e inaceptable. No es que el niño se haga menos español, sino que se hace más contemporáneo, y la madre se queda atrás, en una patria ya perdida, con su paisaje cultural hecho jirones. Me recuerda a los académicos y lingüistas que luchan como quijotes contra los molinos del anglicismo, defendiendo la pureza de un idioma que solo fue puro en su cabeza y, a veces, en su boca. No lamentan la corrupción del lenguaje, sino su propia extinción, lo solos que se van quedando frente a unas generaciones que hablan de otra forma, con las orejas abiertas de par en par a cualquier palabra inglesa pronunciada a la inglesa.
No hay registros sonoros, pero sí muchos testimonios escritos: los españoles ágrafos de hace dos siglos llamaban Belintón al general Wellington, lo que daba mucha risa a los galdoses y a la gente culta de finales del siglo XIX, aunque bien podrían haberlo tomado como un rasgo de afirmación española, como la madre que persiste en espíderman. No lo hicieron porque su país estaba ya hecho de otros sobreentendidos, los de su generación (sobreentendidos que sonarían ridículos a la siguiente), y porque una patria no es más que un repertorio de modas y costumbres que se disuelven con el mismo misterio con el que se instauran.
No existen las patrias eternas, todas son coyunturales. Todas nacen en la infancia y mueren el día que los hijos pronuncian con acento inglés lo que nosotros pronunciábamos a la remanguillé. Cuando los lepenistas del mundo prometen recuperar aquellos tiempos perfectos, tan solo evocan un puñado de palabras mal dichas que, al perderse, transforman el recuerdo en un refugio sencillo donde no había que esforzarse para entender de qué diablos hablan los hijos.
Y ahora, las viñetas...