Yo fui uno de aquellos jóvenes que tuvo la necesidad de emigrar a otro
país en busca de trabajo. Anteriormente había viajado al extranjero en
varias ocasiones para disfrutar de las vacaciones o para conocer otras
culturas. Pero en aquel viaje como emigrante pude comprobar la
diferencia entre ellos. Viajaba solo, acompañado de un pellizco en las
tripas fruto de la incertidumbre y la inseguridad. Solo llevaba una
pequeña maleta con ropa, la dirección casi impronunciable de una ciudad
alemana y mi flamante título de carrera que de tan poco me había servido
en mi país.
Habían pasado seis años de aquel viaje y el balance que podía hacer era
bueno. Con un poco de suerte y con mi esfuerzo logré pronto un trabajo y
algún ascenso en el tercer año. Podía vivir con desahogo gracias a un
sueldo más que digno y había llegado el momento de regresar a mi tierra.
Me encontraba en la litera de un tren cuando me desperté de noche y ya
no pude volver a reanudar el sueño. La cercanía de mi destino me
producía todo tipo de emociones y sensaciones nuevas que se mezclaban
con los recuerdos de mis vivencias junto a familiares y amigos. Me
acerqué a la ventanilla y con la luz incierta del amanecer distinguí la
silueta de unas casas blancas en un alto. La imagen velada por las
lágrimas fue inconfundible para mí. Era mi pueblo.
Texto: Javier Velasco Eguizábal