Pedro Paricio Aucejo
Cuando –ya adolescente– me quedaba a dormir ocasionalmente en casa de mis abuelos, se me asignaba una habitación individual en la que había una vieja cómoda con encimera de mármol. Sobre ella descansaba una capillita portátil de madera dedicada al –en su momento– Beato Juan de Ávila (1499 o 1500-1569). Es el único recuerdo que mi mente alberga sobre la identidad del personaje que presidía aquella familiar estancia. Nada conocía yo en esa época de quien, gracias a su sólida formación académica, teológica y humanística, supo clarificar criterios y conceptos dentro de la convulsión espiritual y cultural de su tiempo, por lo que sería proclamado Patrono del clero secular de España en 1946, Santo en 1970 y Doctor de la Iglesia universal en 2012.
Preocupado especialmente por la educación y la instrucción de los niños y jóvenes, sobre todo de los que se preparaban para el sacerdocio, fundó varios colegios menores y mayores, así como la universidad de Baeza (Jaén). Después de recorrer Andalucía y otras regiones del centro y oeste de España predicando, se retiró –ya enfermo– a Montilla (Córdoba) en 1554. Allí elaboró algunos de sus libros y escribió abundante correspondencia. Viviendo muy pobremente, centró su actividad en alentar la vida cristiana de cuantos escuchaban complacidos sus sermones y le seguían por doquier. Sus obras –entre las que destaca Audi, filia– ofrecen contenidos muy profundos, que insisten en la suma confianza en el amor de Dios y en la llamada a la perfección personal por medio de la caridad.
La figura de este manchego de Almodóvar del Campo (Ciudad Real) ha sido, según Benedicto XVI, modelo de predicación, de dirección de almas y paladín de la reforma eclesiástica. Su doctrina sacerdotal ha ejercido una continuada influencia histórica por su excelencia, precisión, extensión y profundidad, fruto de estudio metódico, contemplación y experiencia de las realidades sobrenaturales. Fue amigo de santos como Ignacio de Loyola, Tomás de Villanueva, Pedro de Alcántara, Juan de Ribera, Juan de la Cruz…; consejero de San Juan de Dios y San Francisco de Borja, por él convertidos; y uno de los maestros espirituales más prestigiosos del siglo, a cuyo asesoramiento se acogió también Teresa de Ahumada.
En el caso de la carmelita abulense, aunque mi conocimiento como escritora se remontaba al de la influencia cultural que su figura tuvo en los contenidos literarios del bachillerato de la España de los sesenta, sin embargo, la descalza castellana plasmó existencialmente su estela de santidad en el mismo entorno de mi familia en que dejó huella la imagen de San Juan de Ávila. Allí fue cuando, con motivo de las crisis propias de la primera juventud, recibí de labios de mi abuela la exhortación teresiana “Nada te turbe, nada te espante… Solo Dios basta”, que entonces oí por primera vez en mi vida.
Transcurridas varias décadas después de mi primer conocimiento de los dos santos, hoy –gracias a los materiales suministrados por este blog¹– vuelvo a recobrar su simultáneo contacto, con ocasión de acceder a parte de la correspondencia que mantuvieron entre ellos pocos meses antes del fallecimiento del Maestro. Este intercambio epistolar tuvo su raíz en las tribulaciones experimentadas por la Santa como consecuencia del acoso a la que le sometieron algunos asesores espirituales por las experiencias extraordinarias expuestas en sus escritos, especialmente en el manuscrito de su Libro de la Vida. Ante esta situación, Teresa de Jesús fue advertida de que escribiera al padre Ávila dándole cuenta de toda su vida y acatase su respuesta. Ella lo hizo así, siendo la contestación del religioso tan satisfactoria que, además de asegurarle “que no había en sus cosas engaño alguno, porque todas eran de Dios”, le manifestó que personalmente había encontrado consuelo y edificación.
Pero, este veredicto no fue una aprobación sin concesiones, pues, aunque el Santo avalaba las experiencias de Teresa (“Dios es amor infinito y bondad infinita; y de tal amor y bondad no hay que maravillar que haga tales excesos de amor, que turben a los que no le conocen“) y la alentaba a continuar su labor de fundadora y escritora, pensaba que el libro no era “para salir a manos de muchos…, porque ha menester limar las palabras de él en algunas partes; en otras declararlas; y otras cosas hay que al espíritu de vuestra merced pueden ser provechosas, y no lo serían a quien las siguiese; porque las cosas particulares por donde Dios lleva a unos, no son para otros”.
Las cartas de Juan de Ávila, fechadas el 2 de abril y el 12 de septiembre de 1568, alegraron mucho a Teresa de Jesús, la sosegaron y refrendaron su espiritualidad ante la crítica de censores muy severos, de modo que –según narra Luis Muñoz, autor en 1635 de la segunda biografía del apóstol de Andalucía–, al enterarse de su muerte, la Santa derramó copiosas lágrimas por perder “la Iglesia de Dios una gran columna y muchas almas un grande amparo, que tenían en él“.
¹Cf. El maestro Juan de Ávila escribe a Teresa de Jesús; ‘Escrito está que Dios es amor’: Carta del Maestro Ávila a Teresa de Jesús; San Juan de Ávila, maestro de santa Teresa de Jesús [Consulta: 29 de julio de 2017].
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