En estos días en los que mi tiempo libre lo ha venido ocupando, a retazos, la relectura del libro, ya editado (antes lo leí en pruebas y en pantalla), de El azor en el páramo, de Ted Hughes, y la lectura, casi en paralelo, de la magnífica novela de Germán Temprano Fundido en negro (enhorabuena, Germán) y de La vida entera, de David Grossman, he vivido una curiosa experiencia, un raro viaje al pasado. Al mío y al de un poeta. Ahí va la historia:
Ayer, a mediodía, tras recorrer el paisaje invernal, de árboles desnudos, que rodea el sendero que, en paralelo al río Lozoya, une Rascafría con El Paular (las fotos que acompañan la entrada fueron tomadas durante la caminata), en un comercio del citado pueblo cuyo nombre, Madrid-París, es tan cosmopolita que suena extraño en esa localidad donde culmina (o empieza) el valle del Lozoya, encontré un libro a cuya compra no me pude resistir. Su título: Andanzas serranas. Su autor: Enrique de Mesa. Se trata de un poeta, hoy prácticamente olvidado, que fue coetáneo de Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, que nació en Madrid en 1878, año de nacimiento, también, de Machado, y murió en 1929.
Autor de retaguradia de la generación del 98, partícipe de los principios de la Instiutción Libre de Enseñanza, liberal y hasta regeneracionista, fue un magnífico poeta cuya vida discurrió a la alargada sombra inspiradora de la sierra del Guadarrama, sobre todo de su vertiente más norteña, aquella que acoge el valle del Lozoya y se extiende entre el monasterio de El Paular y la pedanía dependiente de Garganta de los Montes denominada El Cuadrón. Fue esa circunstancia la que, en mis años de instituto, en una de mis fugas a la Casa del Libro en busca de poetas y poemas no recogidos en los libros de texto, me convirtió en lector recurrente de su poesía. Recuerdo vagamente que un día de aquéllos anduve buscando en las estanterías donde, a finales de los años 60, la Casa del Libro tenía su bien nutrida y variada sección de poesía, libros de poetas desconocidos. La Antología poética de Enrique de Mesa, editada, con prólogo de Ramón Pérez de Ayala, en la colección Austral en los años 40 y, creo recordar, en Argentina, cayó en mis manos casi por azar. La hojeé de manera desatenta y, de pronto, advertí que buena parte de sus poemas tenían que ver con los paisajes y escenarios que, acompañando a mi padre, acababa de descubrir en el vértice norte de la región (entonces provincia) de Madrid. La sierra de pequeños pueblos y riachuelos numerosos, de bosques interminables en los que convivían el pino, el acebo, la zarza, el haya y el roble, de extensas praderas casi acostándose sobre el río, de hacheros y campesinos curtidos por el frío y los largos inviernos, de pastores trashumante y largas tardes vividas, en familia o amistad, alrededor del fuego y de la olla, contando historias heredadas de lobos y apariciones, estaba allí. Por eso no he podido resistirme a la compra de Andanzas serranas, un libro publicado en 1910 (por cierto, este año se cumplirá un siglo desde su primera edición), desaparecido de los estantes de las librerías durante más de medio siglo y rescatado gracias al entusiasmo de la Sociedad Española de Alpinismo Peñalara, de la que fue, a principios del siglo XX, fundador.
Se trata de una edición faccsímil de la primera, de 1910, que fue realizada por la Biblioteca Renacimiento, y que tiene, en estos tiempos de la blogosfera e internet, de la literatura fragmentaria y de creación de espacios virtuales no siempre vinculados a las más hondas aspiraciones de nuestra especie, el encanto de la comunicón del poeta con la naturaleza, de la vuelta a un tiempo en el que el viaje de Madrid a la sierra, que hoy dura menos de una hora, era una aventura llena de descubrimientos y peligros.
A Enrique de Mesa me referí en muchas ocasiones en mi libro viajero Por la sierra del agua. Recogí fragmentos de algunos de sus poemas vinculados a los pueblos por los que vagaba el narrador y subrayé muchas de las hermosas palabras de un castellano casi desaparecido que el poeta utilizaba. Con la Antología citada, hoy inencontrable (yo tengo la cuarta edición, de 1962), he convivido durante más de treinta años. No en vano esa convivencia se inició en un invierno lejanísimo, en mis primeros balbuceos como escritor, cuando escribí un torpe y, seguro, poco riguroso "miniensayo" comparando la poesía de Mesa con la de Antonio Machado. Poe eso, el descubrimiento, en el comercio de Rascafía, de este pequeño libro, una auténtica joya de lenguaje y naturaleza de poco más de 90 páginas, ha sido una hermosa experiencia. De esas que se viven en pocas ocasiones a lo largo de décadas. Las brujas de las aguas, La laguna de los pájaros, La loba parda, De las ciudades viejas o Buitrago, la muerta son algunos de los títulos del grupo de estampas, vivencias viajeras o relatos que lo componen.
Sé que no soy el único escritor que tiene, en ese rincón que, en nuestra memoria bibliográfica, reservamos a los poetas raros que en un día remoto nos cautivaron por alguna razón, la obra de Enrique de Mesa. Hace dos años, en Roma, gracias a los consejos de Fanny Rubio, tuve el honor de conocer a Enrique de Rivas. Pues bien, este escritor pariente de Azaña, frecuentador en la infancia de los parajes a los que Mesa canta y magnífico poeta coetáneo a la generación del 50, me entregó el manuscrito de un largo ensayo titulado Enrique de Mesa, poeta de Castilla. Se trata de una espléndida indagación en la obra del olvidado. Confío en que algún día vea la luz, sea publicado. Ni que decir tiene que en ese deseo hay, también, una petición a aquellas editoriales que publican ensayo y que a veces se arriesgan indagando en caminos que casi nadie recorre (lo que no quiere decir sin potenciales lectores). Será, sin duda, un acto de justicia.