Revista Opinión
Entré en la habitación del hotel a la hora fijada y te encontré sumergida bajo un imponente disfraz de gigantes plumas rojas. Cada centímetro de tu cuerpo estaba oculto por el llamativo aderezo. Un antifaz otorgaba más misterio al cuadro. Raudo, me aproximé y con voracidad empecé a desplumarte, complacido por el juego que me planteabas. La moqueta azul recibió una nevada de penachos. Mis manos se afanaban en la tarea, febriles, pero cuanto más desplumaba, más parecía haber. Fatigado, sudoroso, desguarnecido, mi cuerpo ofrecía seguramente un aspecto deplorable, impropio de la situación. No me di cuenta, encelado en la búsqueda del maravilloso tesoro. La noche se desvaneció igual que el disfraz. Desconozco cuántas horas pasaron. Eso sí, al despertar, me encontré con una pequeña bola de plumas entre las manos. Solté una, dos, tres, cuatro, cinco, cientos, hasta que desaparecieron todas. Como tú, mi reina del Carnaval.