Mi relato
CAMBIO UN ÓSCAR POR LA FELICIDAD
ha sido publicado en varias Revistas y algunos Medios de Comunicación
en España.

Diógenes Napo siempre soñó con ser actor. Comenzó colaborando con sus amigos en los rodajes en los que le llamaban, sin cobrar, como siempre. Pero lo disfrutaba y con eso le valía. De hecho, eran tan independientes que en muchos de ellos no había ni maquilladora. Cosa que le irritaba. Muchas veces, cuando alguien le ofrecía un proyecto, antes de leer el guión preguntaba si tenían quien le matara los brillos para lucir en cámara como un profesional. Se redujo considerablemente la cantidad de proyectos al año en los que requerían su presencia, hasta que decidió aprender a maquillarse él mismo. Ahora todo fluía. De hecho, empezó a trabajar en más cantidad de rodajes y algunos de bastante más nivel. Se fue corriendo la imagen de su profesionalidad hasta el punto de que en alguno de ellos le ofrecían el papel y un poco de dinero si maquillaba a los otros actores.
Y así, un rodaje tras otro, se dio cuenta de que ganaba más dinero haciendo lucir a los demás que intentando ser el protagonista. Y, visto lo visto, si quería comer tres veces al día, había que replantear la estrategia. Además, siempre que fallaban actores secundarios a los rodajes, se presentaba voluntario, con lo que la satisfacción de verse en la pantalla nunca la perdió. Dio, como todos le llamaban, era un tipo encantador. Se ganaba a las actrices en los ratitos que pasaban sentados en su silla, esperando a que les aplicara las cremas y los polvos para que la cámara las presentara impecablemente. Como profesional se ganó el respeto de todos, pero, como persona, todos lo adoraban. Sobre todo, ellas.
Lejos del trabajo era todo un seductor. No era tan atractivo, pero era de chiste fácil y empático con la gente y sabía sacar provecho a sus cualidades. Una vez, en la cama todavía después de una tarde de rico sexo, una directora con la que estaba trabajando le preguntó que si se acordaría de ella cuando ganara algún Óscar. Dio alucinó un poco con la pregunta. ¿La directora le estaba preconizando que iba a ganar una estatuilla de Hollywood? Él no contestó y la volvió a besar. Ese beso nunca se le olvidó. De hecho, el discurso que soltó cuando le dieron el Óscar realmente lo abrió con una frase que decía: “Todo empezó con un beso”.
Esa directora veía que el carácter y la profesionalidad de Dio le llevarían a proyectos más importantes. Y así fue, aunque también le llevó a acabar casi en comisaría, esposado. Este es el relato de cómo fue su subida y su bajada a los infiernos. Voluntaria, eso sí. Les cuento. En uno de los rodajes conoció a una representante de marca de cosméticos con la que también acabó en la cama. Tras una semana perdidos en la Galicia interior, dándose una sobredosis de caricias, llegaron a un acuerdo. Le vendería sus productos a mitad de precio a cambio de que solo usara los de esa marca. Y ella le llevaría a conocer a algunos profesionales de la industria cinematográfica en Estados Unidos que ya los usan. Aceptó, por supuesto, más por la calidad del cuidado de la piel de la gente a la que tendría que maquillar que por el precio que le daba. Y allí que se fueron.
Ella se estaba enamorando y, como él les decía a todas que era un «soltero para siempre», se inventaba estratagemas con tal de tenerlo cerca. Para ello, lo engatusaba con llevarlo aquí o allá. Y, como todos los tontos tenemos suerte, esta hizo presencia el día en el que asistió a un rodaje de una coproducción española-argentina-norteamericana y la maquilladora de la estrella principal se le torció el tobillo con fractura incluida y un aspecto horrible. Y él estaba allí, en el momento adecuado. Terry Calvero era una joven actriz que estaba despuntando y ya tenía firmados contratos para los dos años siguientes. Cuando le propusieron que fuera él el que sustituyera a la lesionada, lo rechazó. Quería a una mujer; la hacían sentir más cómoda porque odiaba que la miraran con deseo. La respuesta, mirando al suelo, tímido, alegando un «tiene razón, quizás sea mejor así» de Dio, la enterneció. Y le consintió a los productores que le daría la oportunidad ese día, pero que fueran buscando a una mujer para el día siguiente.
No hizo falta. Desde esa jornada y en las diez películas restantes que hizo, él fue el maquillador de ella. Lo exigía en los contratos. Y así fue como Diógenes recaló en el cine de Hollywood. La escalada de la carrera de Terry fue paralela a la del maquillador. Todas las productoras nuevas con las que trabajaba querían repetir con él. El trato que tenía con las estrellas hacía que fuera un seguro de que todo iba a ir bien. Poco a poco fue aprendiendo a lidiar con los egos de los que lo tienen incontrolado. Algunos directores se aprendieron el truco de que, cuando un actor estaba nervioso y a punto de montar un lío, le decían que el maquillaje estaba difuminándose y se lo mandaban a Dio para que lo retocase. Les repasaba las facciones y las neuras internas y se los devolvía al plató impecables por fuera y relajados por dentro.
Y, como ya pueden intuir, los directores que lo querían en sus rodajes eran cada vez más conocidos y, sobre todo, más ambiciosos. Dos años tardó en trabajar en proyectos de equipo. Un día recibió la llamada de Terry. La habían llamado para una superproducción de tal calibre que había tenido que cancelar los contratos de sus tres siguientes películas. Quería que Dio estuviera, de nuevo, con ella. Era la primera vez que ellos dos iban a trabajar con gente que ya había ganado un Óscar. No se lo podían creer. Esa noche cenaron juntos para festejarlo. Él la deseaba, pero nunca se lo dijo. Siempre respetó un día que, a modo de aviso a navegantes, ella comentó que nunca dormiría con nadie que no fuera su pareja oficial. Así lo mantuvieron siempre. Y llegó el día de rodaje. Un set con más de diez maquilladores. Unos para las estrellas, otros para los actores secundarios y otros, para echar polvos matabrillos a los figurantes. Era feliz al máximo. En solo dos años estaba en Hollywood, en grandes rodajes, rodeado de estrellas y se sentía querido. Hacía más de seis meses que no veía a su amiga de la firma de cosméticos, pero hablaban todas las semanas. Y, viendo el resultado, algunos de los maquilladores del equipo del nuevo rodaje le pidieron que les dejara hacer una prueba con ellos. Algunos decidieron empezar a usarlos por su calidez y su protección dermatológica testada.
En un año más ya era un imprescindible de los rodajes importantes. La empresa de cosméticos quería empezar a potenciar la línea de maquillaje de efectos especiales que tenía un poco abandonada. Él fue uno de los seleccionados para probar nuevas técnicas que hicieran más creíbles las heridas. De primera lo rechazó; no le interesaba ese tipo de trabajo. A él le gustaba ver a sus actores o actrices lindos ante la cámara. Con eso se conformaba. Pero una invitación a pasar un fin de semana de cama y playa en Malibú fue suficiente para convencerle. Y ahí que se fue un mes a aprender. Uno de los alumnos, casi un adolescente, lo conoció y le dijo que admiraba el trabajo que había hecho en las pocas películas que había visto de él. Cuando lo llamó Don Napo, todos rieron, pero fue desde ese día y de esa forma tan ridícula como todos empezaron a llamarlo en sustitución del Dio con el que lo conocían. Además, con ese nombre fue con el que la firma de cosméticos sacó toda una gama alta de productos para maquillaje de películas de efectos especiales.
En los diez siguientes años se fue especializando en este tipo de proyectos. Hasta que llegó el Óscar. A Terry, ya una mujer entrando en la madurez y en su plenitud interpretativa, le ofrecieron hacer el papel de una mujer secuestrada por una civilización extraterrestre. Fiel, Dio firmó con ella. En el guion ponía que ella, por medio de varias operaciones, se convertiría en uno de esos seres de fuera de nuestra galaxia. Ella, una vez logrado ser una de ellos, comenzaría una revolución para parar el plan inicial de saquear nuestro planeta Tierra. Eso les valió el Óscar a ella y a él. Estaban en la cúspide de sus carreras.
En su siguiente película como director de maquillaje, una actriz empezó a sufrir erupciones cutáneas. Nadie sabía por qué, pero él, con urgencia, tuvo que improvisar algunas mascarillas para ocultarlas. A los pocos días, varias de las actrices secundarias padecían el mismo brote. Se paró el rodaje hasta saber las causas. Cuando todos pensaban que podría ser un virus o una comida en mal estado, se descubrió que algunas de las maquilladoras estaban sustituyendo los productos que él les suministraba por otros más baratos y comerciando con ellos para sacarse un dinero extra. La cosa acabó con la imposición en el contrato de usar la marca cosmética que él estaba promocionando por ser, en ese momento, de las mejores del mercado y con la que los actores quedaban altamente satisfechos; que era, al fin y al cabo, la misión principal.
En la siguiente película empezó su descenso. A parte de los miembros de su equipo, no les gustó que les impusieran esas normas, ni siquiera cuando se enteraron de que él no cobraba comisión por ello, que la única razón que le movía era la calidad del resultado final. Pero no quedó más remedio que acatar y todas obedecieron a regañadientes. Las dos abroncadas en el anterior proyecto empezaron a urdir un plan. La meta era conseguir que pudieran usar el maquillaje que ellas quisieran. No era una cuestión de dinero, dado que les era suministrado por la producción; fue una cosa más de ego.
—¿Por qué tenemos que usar lo que él nos diga? —dijo una de ellas.
—Este va de macho. Él a mandar y nosotras a obedecer —le respondió la otra.
Y así pasaron largo rato calentándose la cabeza una a la otra. No hay más ciego que el que no quiere ver. Los celos de ver a una persona feliz, empática, positiva y constructiva les estaban socavando por dentro. Tampoco fueron capaces de ver que les podía haber despedido sin remordimiento y, en vez de ello, les estaba dando una segunda oportunidad. Todos se la merecen y él siempre lo había tenido claro. Pero ellas no. La sensación de que el puesto de responsabilidad recayera en un hombre las reconducía hacia un feminismo equivocado. Y quisieron hacérselo pagar caro.
Lo primero que originaron fue reunir a las demás maquilladoras. Eran diez en total. Les contaron que una de ellas le había pedido a su jefe que tenía que comprar brochas nuevas para matizar pómulos y que, ante la negativa de él, en la discusión posterior, el hombre intentó agredirla. Todas se escandalizaron. Se debatió mucho y se acabó concretando que se pediría a los productores de la película la sustitución inmediata del director de maquillaje y su posterior relevo por una de las chicas del equipo. No era casualidad que se propusiera el nombre de una de las conspiradoras. La que se había quedado en la sombra.
Por escrito, y firmado por casi todas, llegó al despacho del Jefe de Producción la denuncia. Este, perplejo, no daba crédito a lo que leía. Porque, aparte de la agresión, aprovecharon para declarar varias actitudes denunciables contra él. Obvio, todas ellas inventadas. El que el departamento de producción no diera veracidad a ese escrito encolerizó más a las difamadoras que ya se lo tomaron como una cosa personal conseguir echar del rodaje a Don Napo.
Las dos instigadoras del complot, unidas a las compañeras engañadas, hicieron algunas reuniones clandestinas con el fin de trazar estrategias para deteriorar la imagen pública del inocente. Si no podían echarle, tendrían que conseguir que él quisiera marcharse. Todo con el fin de obtener la victoria en una cruzada personal que quedaba muy lejos de disputar profesionales para convertirse en una lucha de egos. Qué triste tiene que ser la vida de la gente que, para ser feliz, tiene que sentir que está por encima de los demás.
Por lo pronto, empezaron a usar maquillajes con el que deteriorar las facciones de algunos actores secundarios y a provocar que algunos planos estuvieran sobremaquillados a posta en un intento de arrancarle la ira. No lo consiguieron nunca. La paciencia de Diógenes Napo era inquebrantable. Es más, desde que se dio cuenta de la jugada, comenzó a retocar a las actrices a pie de cámara él mismo. Ya quedaban pocos días de rodaje y lo importante era terminar la película y luego tomar decisiones.
Una segunda denuncia por escrito a los productores, alegando que estaba corrigiendo sus maquillajes, lo que les parecía una grave intromisión en su profesionalidad, hizo que estos lo llamaran al despacho para comentar la situación. Cuando él alegó que había notado esa actitud y la achacaba a la bronca por el uso indebido de maquillajes de muy baja gama, fue cuando se enteró de las denuncias que habían presentado contra él. Como no se lo creía, le dejaron leer el escrito y no cabía en su asombro de hasta dónde están dispuestas a llegar las personas en su fanatismo por salirse siempre con la suya. Era increíble que a una persona como él se le acusara de intentar agredir a nadie.
«Tranquilo, Dio. Ya quedan pocos días», se dijo. Intentó que estos fueran de calma. Se juró no provocar ninguna situación de confrontación. Todo iba bien sobre los raíles, pero no se daba cuenta de que, a cada falta de respuesta irascible de él, se provocaba una reacción inversa en la de sus enemigas. La frustración de no conseguir su objetivo las cegó. Y una de ellas pasó a saltarse todos los cánones morales y urdió una llamada anónima que le advertía que no iban a parar hasta no verlo en comisaría, detenido y saliendo del rodaje escoltado por agente y las manos atadas a la espalda. Eso, unido a una foto en el parabrisas de su coche de unos grilletes policiales.
Ese día no fue a trabajar, pero llamó a los productores. Les contó y entendieron que no quería arriesgarse a que alguna de ellas se diera un golpe contra una puerta y lo culpara a él o que saliera del set de maquillaje con la camisa rota y la falda desabrochada y lo acusara de haberla intentado violar. El miedo a enfrentarse a un juicio mediático, de estos que les gusta tanto a los medios de comunicación, lo acobardó hasta un límite que nunca se hubiera imaginado en su vida. Porque, coincidirán conmigo en que muchas veces condenamos sin hacer juicios. Todos, lo hacemos todos. Él no quiso ser el blanco de los medios de comunicación y decidió huir.
Y, como ya decía mi abuela: «Es más inteligente sacar beneficio de las derrotas que desgastarse intentando ganar todas las batallas». Él pactó con los productores una salida digna, sin grescas. Sabían que un escándalo repercutiría en la asistencia de espectadores a la sala. Los dos lo tenían claro. Le ofrecieron un buen descanso. Un mes con todos los gastos pagados en un complejo hotelero en el sur de la isla de Gran Canaria. Y luego volver a un nuevo rodaje.
Encantado de ese descanso, al que acudió varias veces a compartirlo la directora de ventas de la corporación de cosméticos, todo parecía ir genial. Las casualidades hicieron que, en ese hotel, esa semana, se iniciara el rodaje de una película. Era muy independiente. Sandy Zucko era el nombre artístico de su directora, una joven mexicana radicada en la ciudad de Barcelona que había elegido las Islas Canarias para su nueva producción.
El recepcionista jefe, como en un comentario sin malicia, la informó de que tenían un huésped que había ganado un Óscar. Mandó a su ayudante Guillermo a localizarlo y le mandaron una invitación para cenar juntos los tres. En ella, muchas risas y complicidad, y le sacaron un compromiso de hacer un cameo como actor al día siguiente. Esa noche, meditando en la ducha, Don Napo tuvo una necesidad imperiosa de volver a ser aquel Dio de sus comienzos y de disfrutar el cine de nuevo. Nunca más volvió a Hollywood y se dedicó a hacer películas independientes en Europa y a trabajar con Sandy y Guillermo en sus siguientes producciones. No ha ganado ningún Óscar más, pero sigue siendo feliz y soltero para siempre.
[FIN]
Este Relato es el tercero de los que
formarán parte del libro:
RELATOS Y ¡ACCIÓN!
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