Mi rubia dice que nunca he escrito nada sobre ella. Y tiene razón. Algunas veces, a última hora, me confiesa que lo que siente es envidia y reñimos cómplices. Envidia de aquella chica sin nombre que plasmé en el blanco del papel, del perro, de los rayos del sol. Envidia, dice.
Por las mañanas sale de casa exhausta de pelearnos y se pierde fugaz calle abajo ante mis ojos. Hoy es uno de esos días; un día de esos que hemos terminado por discutir, por contraste, de tanto querernos. Y del portazo no solo quiebra un pernio de la puerta, sino también a las musas.
Mientras el sol transita hacia el oeste y juega a ensombrecer las hojas y las manos, la inspiración rehúye mi testigo como un numen antiguo que se ha perdido en la historia. Y poco tengo por hacer, salvo esperar a que vuelva o marchar a buscarla.
A su vuelta, no digo nada. Escondo las ideas no encontradas tras de mí e intento atrapar su mirada en azul. A la espera de que vuelva a insistir con lo mismo y, yo, bien escudado, logre establecer una defensa efectiva a la retórica.
Lo que ella no sabe es que escribir es deseo: deseo de conocer, de aprender, de decir, de sentir… Ella es deseo, y es escribir. Y yo un intento de escritor, cansado de flanquear la pregunta de mi única musa.