Con aire ausente busca en el suave recoveco del codo derecho; un dedo profilácticamente cubierto de látex azul se desliza profesionalmente buscando el punto exacto. Lo encuentra, se vuelve, rebusca con la mirada sobre la limpísima mesa.
Noto el torrente de sangre por mis pies, las piernas, los brazos, late en el cuello, en el punto exacto del brazo donde ella apunta suavemente con la yema del dedo. Cinco litros bombeados a lo largo de mi cuerpo, cincuenta centímetros por segundo, cien mil latidos al día, sesenta golpes inconscientes en este minuto... La aguja atraviesa mi piel, revienta cada capa en una milésima de segundo, sé exactamente cómo la riada se paraliza por un instante ante la intromisión y se retuerce sobre sí misma, buscando. La jeringa aspira, ella me sujeta apenas con una nube de algodón, siento cómo se alejan de mí plaquetas, plasma, glóbulos...
Se vuelve de nuevo, mantiene su dedo de látex, corta, estira, aprieta.
- Los resultados de tu análisis estarán la semana que viene -me informa, directa, mientras me tiende un papel numerado.