Los Reyes Magos regalaron a mi vecina, la de enfrente, unas zapatillas.
Un par de zapatillas es un regalo útil y cómodo, que es algo muy de los Reyes cuando estás ya en una cierta edad medianera, porque, ya se sabe, los Reyes son magos y saben que tú lo que necesitas es estar a gusto -especialmente cuando tu vida social se ve transformada e iluminada por visitas a amigos en tus mismas condiciones: con hijos, poco tiempo y ojeras de mal dormir en las largas trescientasypico noches del año. La versión masculina de las zapatillas del 6 de enero será un lustroso par de calcetines, claro.
Pero no son sólo unas zapatillas. Son unas zapatillas rosas, brillantes, casi de peluche por la suavidad que adivinan, y apuntan maneras de cálidas. Y cuando digo "brillantes" es eso, literalmente: casi luminosas por la esplendidez de sus lentejuelas plateadas. Relucientes en cientos de brillos, magníficas, fulgurantes -imagino- en los pasos de portal a portal en medio de la lluvia -plic, plic, plic. Y cuando sube mi vecina para que Niña Pequeña y su niña jueguen a mamás y bebés, es casi imposible no deleitar la vista ante el rutilante par de zapatillas.
- ¿Qué pasa? -dice, mientras se ríe ante mi cara de pasmo- Bien calentitas que son.
Cierto. Sin duda. Inmensas.
Y que conste que mi vecina, la de enfrente, es también una amiga...