Revista Cultura y Ocio

Mi vecino – @distoppia

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Yo bebo té porque mi vecino bebe café. No lo conozco de nada. Vive en el bloque de enfrente, también en el tercero, tendrá unos sesenta años y es todo un enigma para mí. Su piso y el mío son dos fotocopias urbanísticas. Cinco ventanas a la calle: la del salón, la de la cocina, la del baño y una por cada habitación.

Llevo más de tres años observándolo sin querer. Nunca pude en realidad evitarlo. Cada vez que miraba por la ventana nada me parecía interesante, sólo lo que hacía él. Como si fuera el programa más entretenido de toda la televisión. Como si fuera la única película que dieran en el cine. Al principio sólo comprobaba lo que hacía por pura curiosidad. Prometo una y mil veces que jamás hubo nada de morbo. Eran las vistas más interesantes desde cualquiera de mis ventanas. Con los meses me fui encariñando con él. Me preocupaba si le veía enfermo y me alegraba cuando cocinaba y silbaba al mismo tiempo. Tenía un pequeño ritmo, un pequeño baile que repetía por el pasillo cuando estaba contento. Ocurrió, por tanto, de manera natural aquella pequeña excentricidad de ponerle un nombre artificial. No sé decir si fue progresivo o de un día para otro, pero empecé a pensar en él como Valentín.

Con el paso del tiempo, aunque él no lo sepa, nos hemos coordinado para hacer las mismas cosas, pero al revés: yo entro a casa por la derecha y él por la izquierda, su salón queda a un lado y el mío al contrario, él tiene un perro y yo tengo un gato. Los domingos por la mañana yo escucho a Ella Fitzgerald y él a Nina Simone. Y muchas otras cosas más. Como dos ideas contrarias que se dan la espalda. Si yo fuera otra persona, estoy convencida de que sería él. Y viceversa. He llegado a la conclusión de que es la versión zurda de mí misma.

De esto me di cuenta un día de Navidad. Hacía apenas unas semanas que había entrado a vivir a aquel piso y yo aún no era consciente de esta extraña simbiosis que teníamos los dos. Estaba junto a la ventana de la habitación y hacíamos la cama al mismo tiempo. Me pareció una coincidencia bonita y no pude evitar sonreír. Naturalmente, yo colocaba los cojines de la derecha y él los de la izquierda. Fui después a limpiar el baño y, para mi sorpresa, él también lo estaba fregando. Como empezó a parecerme algo sospechoso, decidí salir de allí y llamar a mi madre desde el salón. No sé si sentí más rabia o más curiosidad cuando Valentín, en principio inocente, llegó a su salón un minuto más tarde y descolgó el teléfono. Dejé a mi madre divagando sobre lo que debía hacer con mi vida y empecé a pensar en la justicia poética, en la casualidad, en la serendipia y en que, si las cosas eran así, yo no era quién para cambiarlas.

Al principio no pensaba demasiado en nuestra curiosa excentricidad, pero el pensamiento se fue haciendo más y más grande y terminé por mover los muebles del salón para que coincidieran con los suyos. Nada descabellado, Valentín es un tipo muy normal. Por sus horarios he llegado a deducir que trabaja como profesor de secundaria en algún instituto de la zona y yo, que aún soy estudiante, entro y salgo por la puerta casi a la misma hora. Por eso de cuando en cuando me descubro pensando “¿qué estará haciendo ahora Valentín?” y a los cinco segundos, “¿qué no estará haciendo Valentín?”.

Cuando coincidimos en la calle es casi siempre al salir del portal. Como era de esperar, yo camino hacia la derecha y él hacia la izquierda. Nunca me lo he cruzado por el barrio, ni en el supermercado, ni en la puerta de ningún bar, por eso pienso que estamos condenados a imitarnos sólo cuando estamos a solas, que en todo este pequeño juego de espejos no tiene cabida nadie más. Una vez quise contárselo a una amiga, pero me di cuenta de que iba a tomarme por loca y decidí callármelo.

Confesaré ahora que desde el principio hubo algo que no me gustó: la ventana de su segunda habitación. Cuando alquilé mi piso, lo alquilé en parte porque tenía una habitación extra que yo podía utilizar como despacho, habitación de la plancha y cuarto de invitados, si se daba el caso. Lo que Valentín hacía en esa segunda habitación era un completo misterio para mí. La persiana siempre bajada, en completa oscuridad. Los viernes por la noche él entraba y tardaba un par de horas en salir. Después iba directo al salón a ponerse una copa y a llamar por teléfono. Al terminar, salía a la calle. Esta rutina no fallaba jamás: habitación, alcohol, llamada y paseo. Del mismo modo que me daba cierta sensación de paz que nos levantáramos casi a la misma hora y que tomáramos el desayuno contrario cada uno en su cocina, cuando Valentín entraba al cuarto, yo empezaba a fumar. Vagaba inquieta por la casa y me sentía abandonada. La frustración de no saber qué hacía Valentín en aquel cuarto era cada vez mayor.

Por eso el viernes de la semana pasada decidí acabar con el misterio. Desde el lunes había estado pensando en cómo solucionar la gran duda, pero de manera liviana. Empezó la idea como un pasatiempo mientras estaba en clase, pero la necesidad fue cada vez mayor y ya no pude disimularme que lo estaba recapacitando para crear un plan de acción. El miércoles en la ducha casi me dio miedo darme cuenta de que se estaba convirtiendo en algo real. Cuando llegó el jueves por la noche, ya sabía qué debía hacer. Y así fue como en menos de una semana pasé de ser una vecina inofensiva a una loca de manual. Fui consciente del proceso.

Había sopesado diferentes opciones para tener acceso a la información que tanto anhelaba: intentar entrar en su casa cuando él saliera o buscar su número de teléfono y llamar justo antes de que él descolgara el teléfono o seguirle (muy de lejos) en su paseo nocturno. Como era de esperar, elegí la opción más absurda.

A las ocho de la tarde, después de estar un tiempo en el salón, se dirigió a la habitación. ¿Era mi turno? ¿De verdad iba a hacerlo? Entré en un estado de alerta y pánico al mismo tiempo: era la primera vez en mi vida que iba a seguir a alguien y no me veía capaz de hacerlo. Pensé que lo peor que podía pasar era que lo perdiera de vista y tuviera que volverme a casa con las manos vacías.

Había llegado el momento. Ya sabía que Valentín estaría dentro de la habitación al menos un par de horas, pero preferí prepararme con antelación, por si acaso decidía salir antes. Me puse mis zapatillas deportivas, mis leggins negros, mi sudadera negra y me hice una coleta. Justo ahí me di cuenta de que estaba preparada para salir corriendo. La pregunta entonces fue “¿de qué?”. No pude responderme y se me aceleró el corazón.

Por si perdía la noción del tiempo preparé un cronómetro que me avisaría cuando faltaran diez minutos para que él se dirigiera al salón para llamar por teléfono. Estaba tan nerviosa que empecé a preocuparme frenéticamente por mi cuerpo: iba al baño de forma compulsiva, me mordía las uñas, me peinaba la coleta con violencia una y otra vez, me ataba los cordones, bebía agua sin parar. Cuando al fin saltó la alarma, apagué todas las luces y entré en un estado de alerta del que no me sabía capaz.

Valentín cerró con cierta ceremonia la puerta de la segunda habitación, se dirigió al salón y descolgó el teléfono. Justo en ese momento, guardé las llaves de casa, cerré la puerta y bajé por las escaleras hasta el portal. Esperé en un rincón, con el aliento contenido. Mi pulso era tan intenso, que estaba convencida de que me delataría mi propio corazón.

Comenzó a abrirse su portal y supe que yo ahora tendría que empezar a hacer todo a contramano, como si fuera él. Me dio terror no ser capaz de hacerlo. Pensé en todas esas veces en las que había intentado comer o escribir con la mano izquierda y me había sentido torpe. Así de torpe me sentí.

Salió entonces mi vecino a la calle y yo esperé menos de un minuto para empezar a andar detrás de él. ¿Dónde iría? ¿Qué habría en aquella habitación? ¿Por qué no podía yo dejar de pensar en ello? Caminaba él delante y guiaba el camino. Iba yo detrás, procurando mantener la distancia. Me resultó mucho más sencillo de lo que esperaba. Al llegar al final del barrio, cruzó la gran avenida y se acercó a un edificio de cristal. Yo lo conocía, por supuesto, pero jamás me había parado a pensar qué se hacía allí dentro. Le vi llamar por el telefonillo y, sin mediar palabra, alguien le abrió la puerta. Supe que aquella noche no iba a averiguar nada más, así que decidí acercarme al soportal antes de volver a casa. Sólo había un timbre y un número, el veintitrés.

A la mañana siguiente, cuando nos levantamos a la misma hora, sin darme cuenta, me preparé una taza de café.

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