Revista Belleza

Mi verano azul particular

Por Negraflor @NegraFlor_Blog

Ahora que se ha acabado el verano y volvemos a la rutina, me da por ponerme nostálgica. Disminuyen las horas de luz, y eso siempre suele hacer mella en mi. La llegada del otoño me embajona. Irremediablemente. Es transitorio; me pasa cada año, y cada año lo supero, cómo no.

Pero me pongo nostálgica, en parte porque me gusta el sentimiento de nostalgia, la sensación de evocar tiempos pasados que fueron felices. Felices, ojo. Y ahora que soy madre, tiendo a echar la vista atrás, intentado recordar cómo eran mis veranos en la infancia. Cómo era la vida en un pueblo pequeño, a medio urbanizar, en crecimiento constante.

Vivía en una casa independiente, en una urbanización que permanecía desierta entre semana, y el fin de semana y vacaciones se llenaba de gentes que tenían allí su segunda residencia, o su casita de campo, con un poquito de huerto para cultivar cuatro cositas. Mi casa tenía jardín en la parte delantera: un par de palmeras, rosales, margaritas, petunias… la caseta de los perros; y, en un extremo, un pequeño gallinero. En la parte trasera, una balsita para chapotear, la caseta de la leña… y el huerto.

Cómo recuerdo aquellos veranos: levantarme y desayunar magdalenas de la Bella Easo mojadas en Cola-Cao. Al cabo de poco, alguien de la pandilla, aparecía llamándome desde el muro de casa (por lo general, era mi amiga N.), bajaba las escaleras de casa al grito de “¡mamá, me voy!”, y desaparecía hasta la hora de comer… si es que aparecía, porque a veces alguien te invitaba y te quedabas a comer por ahí.

De aquella temporada guardo muy buenos recuerdos:

  • Los baños en la piscina,
  • Merendar  un tomate con aceite y sal, recién cogido del huerto, sentada en la escalera, que daba al jardín.
  • Salir a coger madroños.
  • Las meriendas-picnic de niñas, con cestita y todo, en medio del campo.
  • Saltar el muro de aquella casa abandonada para pescar renacuajos de la piscina.
  • Tirarnos en bicicleta, sin frenar y gritando como locos, por aquella cuesta tan empinada.
  • Descubrir una antigua cabaña de piedra en el bosque y hacer de ella nuestro escondite secreto.
  • Jugar a hacer playback.
  • Sentarnos en la entrada del pueblo a saludar a los conductores que pasaban por la carretera.
  • Salir a buscar caracoles.
  • Las comidas con los vecinos los domingos.
Mi verano azul particular

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Eso son los recuerdos de cuando estaba en casa; pero también veraneábamos; mi madre, por aquel entonces convivía con un hombre gallego, así que en verano nos íbamos a Galicia, a su pueblo (qué pueblo: ¡aldea!). De allí guardo recuerdos entrañables también:

  • Dejar el R25 fuera de la aldea, porque no entraba por las calles.
  • La casa de madera con el establo debajo.
  • La leche recién ordeñada por la mañana.
  • Llevar las vacas a pastar con las niñas de la familia.
  • Tumbarme en la hierba fresca del prado, oyendo sólo el riachuelo que lo cruzaba y el tintineo de los cencerros de las reses.
  • La visita obligada a Santiago de Compostela y a la Catedral.
  • El olor de la queimada.
  • Mi acento galleguísimo al terminar las vacaciones.

Seguro que, si profundizo un poco más en mi memoria, encuentro muchos más recuerdos agradabilísimos. Pero así, a bote pronto, esto es lo más significativo que recuerdo de mis veranos entre los siete y los doce años. Después me mudé a la ciudad y, aunque también hubo buenos veranos, ya no fue lo mismo. Nunca más sentí esa libertad de campar a mis anchas sin preocupaciones, sin miedos, con la tranquilidad y la despreocupación que otorgan la ingenuidad y la inocencia.

Fueron buenos tiempos que guardo en mi memoria.

¿Y tú? ¿Recuerdas los veranos de tu infancia? Siente la nostalgia y compártelos conmigo.

 


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