Una de mis últimas de mis exploraciones, como buena católica, en los 70’s, fue el de ser parte de una comunidad cristiana de base, en esos revolucionarios días de la Unidad popular, todo convertido en cenizas perdida la conexión con el dios padre.Los ritos católicos, a los que era tan asidua, especialmente el mes de María, por ese jolgorio en torno a la madre de dios, se redujeron a las misas por los deudos de la familia, uno que otro bautizo o algún casamiento.
El dios del amor, en el que creí durante mi niñez y adolescencia, no podía existir y permitir tanta barbarie, tanta muerte, tanto horror cotidiano. Mi adolescencia quedó sellada con esa cruda constatación y el vacío profundo en mi corazón. Vacío, que visto en perspectiva, he intentado resolver, a ratos infructuosamente, a ratos acertando en el camino a seguir.
Post ‘73, las huelgas de hambres, siendo estudiante de psicología en el pedagógico, mi labor con comunidades de sectores populares, convertida en joven profesional, donde monjas y curas “por el socialismo” (puesto entre paréntesis por las represiones) o progresistas hacían su apostolado cotidiano; mi inserción en las vicarías, especialmente la Oriente, para trabajar con jóvenes y mujeres de las poblaciones de esa zona(Nuevo Amanecer, Villa O’Higgins, entre otras), fueron el escenario en que las imágenes y el verbo de mi pasado de católica resonaba como un eco lejano, con ese aire de álbum de familia. Sólo que yo me había convertido en no creyente, una atea que
conservaba la preocupación por el prójimo.
Así el espíritu vinculado a los misterios divinos desapareció, sólo quedó el ancho mundo de los misterios terrenos, en un país atribulado por la dictadura. Las urgencias y compromisos quedaron completamente asilados en la lucha contra la opresión, a través del trabajo social y el trabajo político en ese entonces.
En el periplo feminista que he vivido, desde los setentas cuando descubrí a la de Beauvoir, en los 80s se convirtió en la participación, en los Encuentros latinoamericanos y en las andanzas feministas chilenas, en ese intento de conciliar el verbo democracia en cualquier rincón. Al primero de los Encuentros al que fui, el de Taxco, en el año ’87, descubrí el antiguo panteón mexhica, el de los náhuatl, en esas tierras del norte del continente. Una cosmología rica en dioses y diosas con fuerte componente telúrico y natural, que instaló a la Coyolxhauqui, como patrona de mi poesía y de la bitácora de esos afanosos y dolorosos años bajo la dictadura, haciendo camino arriba, camino abajo en los cerros del puerto. Una diosa desmembrada, de la luna, por obra de su hermano, del sol. Las figuras divinas comenzaban a tener otros sonidos internos, y entonces se prefiguraba el intento de reconstituirse, incluida la espiritualidad, el cuerpo, la emocionalidad, el estar –en-el-mundo.
“El ciclo de la Coyolxauqui
mi diosa para esta transfiguración...
En el centro de Tenochtitlán
aparecen, en la piedra rebelde
sus miembros, sus marcas rotas, su
tronco
ciclo masculino arrasándola
Águila sobre águila
Día 13 caña con el astro espantado
Día 4 orquídea con venus apostando
a la reconstrucción...”
En “Más allá del Umbral”, 1988 En los ‘90s, retornada a Santiago, se mantuvo la completa lejanía de los cultos católicos, lo que aún persiste. En esa década un hecho significativo para mi particular sincretismo actual es mi experiencia, de esas llamadas significativas, la vivida en Recife, en el nordeste brasileño, en un candomblé, donde se me dijo, por la visión de una mujer vieja, que era hija de Iemanjá, una de las más importantes orishas del panteón yoruba en Brasil. Experiencia que se fue metiendo bajo mi piel, como una dimensión nueva, desde la negritud, de conexión con la presencia de otra forma de entender el mundo, de un viaje espiritual en curso, en que a mis 50s convengo en que transito, sin haberle puesto ese nombre, desde hace décadas.
Imagen: Solange Rodriguez
“Iemanjá anda errante
dejada a la suerte de lo que acontezca,
errante,
sin hogar que la cobije después del laburo.
Iemanjá anda vagabunda,
lejana de sí
en este tránsito impensado,
el cuerpo pesado, los humores trastocados.
No hay mareas.
No hay rosas blancas.
No hay cosechas.
Solo el estar
en los estuarios”
En “Tiempo de mariposas o el devenir de Iemanja”,2009
Y los orishas, dioses y diosas de candomblés y santería, con su rica presencia, ponen notas de afroamericanidad en mi sincrética cosmovisión del mundo, un mundo en que también los ritos a la madre tierra me han interpelado profundamente, de las manos y ritos de los(as) mapuches.
Asimismo, en la última década, el crecimiento personal que se desarrolla bajo el alero de la escuela Personalidad y Relaciones Humana(PRH), del sacerdote francés Rochais, que embebido de Rogers, de pensadores católicos, entre otros, propone su psicopedagogía de crecimiento como personas. Allí mi ser profundo se vuelve a despertar, también mi ser vinculado a la espiritualidad. Ellos hablan de la trascendencia no sólo ligada a la idea de dios, sino también a las realidades de la Justicia, la dignidad de la persona, el amor, la verdad, la belleza, entre otros valores. En mis palabras una realidad en que el mundo sea justo y digno para cada persona.
Finalmente, sigo realizando un camino de búsqueda, de exploración acerca del sentido de mi existencia y de mi lugar en esta tierra, en que las moradas, al decir de Teresa de Avila, implican un esfuerzo consciente de adentrarse en los aposentos internos, de lidiar con las serpientes que cada ser humano tiene, en los que la divinidad está presente, de mirar mi alma, expresión de las diosas(es) que se anidan en mi espíritu y ser una con el universo, de volver a comprometerme con las personas, más conscientemente, de poner un granito de arena para cultivar un mundo mejor.
“Tuyas son las manos con las que ahora- Cristo- tiene que bendecirnos”
Teresa de Avila.
Santiago de Chile, julio 2009
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