Escupidera del Museo del Orinal de Salamanca. / vanitatis.com
La primera vez en la vida que hice caca en un orinal, después de que me quitaran los pañales, recuerdo que sentí una mezcla de orgullo y profunda decepción. Por un lado, había superado uno de los mayores retos de la infancia, pues casi me atrevería a decir que ése es el momento en que uno deja de ser bebé y se convierte en un niño; por otro, el fruto de tan merecida victoria tenía que marcharse ipso facto por el retrete. Así que la tragedia estaba servida: ahí permanecía yo, aferrado a una escupidera con lágrimas en los ojos, mientras mi pobre madre trataba de convencerme de que tenía que desprenderme de ella y decir adiós a la boñiga. De haber sabido todas las que me quedaban por delante, no me lo hubiera tomado tan a pecho.
Con el tiempo, los años y la experiencia fueron enseñándome a calibrar el verdadero valor de las cosas. Comprendí que la deposición de la que les hablo no era importante en sí misma, sino por ser la primera, y que luego vendrían muchas más y mejores. Entonces llegaron el primer viaje en bicicleta sin ruedas chicas, el primer afeitado o el primer beso. Todos un despropósito llamado a terminar en catástrofe, pero también todos tan bonitos como inéditos. Por ejemplo, la primera vez que hice una entrevista lo pasé tan mal que sudé hasta el bocadillo de jamón que me había comido para desayunar, pero ahí está, guardada como oro en paño en mi archivador. Curiosamente, la víctima fue una artista que luego acabaría siendo cuñada de un buen amigo.
En los tiempos que corren me he dado cuenta de que la gente está haciendo de nuevo cosas por primera vez. Como ir al paro después de mil años en la misma empresa, aprovechar las caras en blanco de los folios usados, comparar el precio de los artículos en distintos supermercados o caminar e ir más en bici en vez de coger el coche. Cosas que nos pueden parecer un contratiempo, pero que nos aportan, sin saberlo, nuevas experiencias y buenas costumbres.
El otro día, en el tranvía, una mujer se quejaba de su situación económica a una compañera, a plena voz, y en un determinado momento lanzó una frase hecha que todos hemos oído mil quinientas veces: “La vida es una mierda”. De ahí esta reflexión. Porque al escuchar esas palabras no pude evitar viajar al pasado, al momento en que sujetaba acongojado aquel orinal ante mi madre, y recordar mi maravillosa mierda primigenia, la caca de todas las cacas. “Puede que la vida sea una mierda”, pensé, “pero es mía, es la primera y puede que la última, así que tiene que ser cojonuda”. Y por primera vez en todo el día, sonreí.