Cuesta imaginar el difícil trance de unos niños, apenas adolescentes, entrando en el dormitorio de su padre y contemplando la imagen de éste, moribundo en su cama. “¡Papi, papi!”, dicen que le gritaban impotentes. Todo esto se ha sabido en el truculento juicio que por la muerte de Michael Jackson se sigue contra su médico personal, Conrad Murray, en Los Ángeles. Las estrellas tienen eso y mucho más: médico personal, consejero legal personal, asistente personal, entrenador personal…
Del rey del pop se ha dicho todo. Para bien y para mal. Sin embargo, lo que se deja meridianamente claro es que no debió de ser un mal padre. Celoso protector de la intimidad de sus hijos, Jackson los mantenía en su regazo con ese misterio que envolvió su existir en los últimos años. Y ello, a pesar de que se pueda reconocer que no fuera la suya la mejor forma de educar a unos niños.
La vista por su muerte está teniendo todos los aditivos para alimentar el morbo. Desde la reprobable foto, inerte en una camilla, aportada por el fiscal, a las grabaciones sobre cómo se expresaba a consecuencia de la ingestión de drogas. Su voz resultaba apenas perceptible y mucho menos comprensible. Su expresión, delirante.
Algunos periódicos se resistieron a publicar esa impactante foto en sus portadas. Otros, sin embargo, no tuvieron escrúpulos en hacerlo. Al fin y al cabo, se dirán, lo importante es vender. Al precio que sea y cueste lo que cueste, tal y como se ha encargado de enseñarnos el octogenario magnate Rupert Murdoch.
Poco o nada justifica que se destruya la imagen de un mito. Eso, al menos, entenderá su legión de fans repartida por todo el mundo. Jackson quizá no fue un santo. Tampoco un demonio. Pero verter mierda sobre su cadáver dice bien poco de sus semejantes. Quizá los mismos que tiempo atrás le jaleaban.