Michel es un tipo que quiero aunque no sé bien por qué: no nos vemos nunca, fuimos por un breve tiempo colegas de teletrabajo en Cubadebate, pero cada vez que lo leo es como si nos hubiéramos sentado en su casa de Mulgoba -a la que no he ido jamás- a bajarnos una mala botella de ron. Tenemos amigos en común, una madrina, su discípulo, un par de libros. Por eso, y por dignificar continuamente con sus textos la crónica publicada en Cuba, me dieron ganas de compartir esto que dijo allá en Cienfuegos hace unos días.
por Michel Contreras*
Yo no sé cómo escribo mis crónicas. Nunca me he detenido siquiera a pensarlo. Tengo claro que no entro en el esquema tibio del intelectual, y supongo que tampoco se me da bien la imagen del escritor voluntarioso. Ya me lo han dicho: tengo aspecto de chulo impenitente, me visto como cualquier compadre de taberna, y no hay hombre de letras que vaya por la vida (como me gusta hacerlo a mí) cagándose en la madre de María Belén Chacón.
Pero, para fortuna mía, me salen las crónicas, aunque yo ignore el cómo y el porqué. Lo seguro es que como me disgusta urdir razonamientos lógicos cuando se trata de esclarecer un caso espiritual, prefiero conjeturar que brotan de una extraña conversación tripartita entre cerebro, alma y Dios. Que existe, como sobradamente sabe todo el que escribe crónicas.
A ver si logro encadenar algunas pistas. Lo primero es que yo no me siento a escribir con la crónica escrita en la cabeza. Algo me ha compulsado a sentarme ante la computadora (no olvide que escribir de pie es una aberración hemingwayana): yo me dejo llevar por ese impulso, pero lo más que tengo en mente es la oración inicial, acaso las dos oraciones iniciales, y en el mejor de los casos, el cierre, el último suspiro de la crónica.
Digo esto porque seguramente hay escritores que llegan frente a la pantalla con la mitad del texto en plena ebullición, y entonces, como en trance, paren la otra parte. Que yo recuerde, esto solo me ha sucedido en tres o cuatro ocasiones. Las más de las veces (las muchas más de las veces) escribo por fragmentos, sin levantarme de la máquina, pero por fragmentos, en un apresurado ejercicio del reposo.
(Antes sí que las escupía de un tirón. No exagero y existen testigos: me tomaba unos ocho-diez minutos escribir una crónica, pero luego pasaba una hora revisando, haciendo cambios, detectando metáforas espurias. Ahora, cuando las horas nalga han hecho su trabajo, llego al punto final en media hora, pero apenas reviso un momento y, para bien o para mal, ya está. Porque a menudo es bueno hacer como el viejo Alfonso Reyes, que decía que publicaba para no seguir corrigiendo).
Otra cosa que a veces me llega sin aviso es el título. O mejor dicho, el nombre, porque la crónica (a diferencia de los otros géneros del periodismo) tiene vida interna. A cada rato, el nombre viene a mí sin anunciarse, como las oraciones iniciales, evitándome el pesado y humano proceso de pensarlo. Aunque el nombre, en verdad, no es lo que más importa.
Pesan más otros detalles. Por ejemplo, yo me cuido muchísimo de los adjetivos, que son las palabras más difíciles de usar, las que mejor adornan si se les cuelga bien de la pared, pero las que más cerca viven de las oficinas del ridículo. Porque los adjetivos son tan peligrosos como un árabe forrado de explosivos, aunque también tan seductores como el labio inferior de Angelina Jolie.
Y me cuido, también me cuido mucho, de no perder el ritmo. Que es el camino verde por el que llevamos el discurso para que ande a gusto, y guste. Y que es un elemento tan propio como las huellas dactilares, porque en el momento en que se reconoce un ritmo se reconoce un escritor. (Aquí, la angustia de las influencias: esto último creo que se lo leí a Noé Jitrik, o acaso fue a Ortega y Gasset. En cualquier caso, me salvo de incurrir en la ilegalidad del plagio).
Al final, como mismo la precisa repetición del golpe marca el compás en la música, el empleo eficaz del intervalo, de la pausa, se convierte en un tema obsesivo cuando escribo mis crónicas. Y como el ritmo es un vocablo audible, yo lo rastreo leyéndome en voz alta.
Al menos una vez por cada texto, yo me leo en voz alta, siempre con el cuidado de leer lo que en verdad dice la página, y no lo que yo creo que debí decir. Respiro en cada coma, punto, punto y coma, puntos suspensivos…, y afloran, descaradas, las tuercas sin suficiente grasa, se zafan, desajustan. Por razones de autoestima y vanidad, me avergüenza encontrarlas, lo admito, pero me consuela pensar que siempre será mejor que dé con ellas yo antes de que el lector lo haga.
Escribir bien es un logro, pero escribir mal no es –nunca lo ha sido- un objetivo. Así pues, ambos extremos son, de alguna manera, accidentales. Caminamos por un delgado filo de navaja ante el teclado, y hay que ser lúcidos y crueles para discernir. De ahí que también me cuido, por ejemplo, de no enamorarme de una idea bonita. Esa idea bonita que, hace unos veinte años, me hacía sacrificarlo todo por salvarla, y que ahora, si se traba el paraguas por su culpa, no vacilo en aniquilar con el Delete.
¿Y de qué más me cuido? Me cuido de la complacencia. Esto es, no permito que nadie, ningún director o funcionario, ya sea por encomienda de mi madre o del Comité Central, me imponga el tema de una crónica. En tal caso, me ofrezco para hacer la información, el reportaje, aun el comentario, pero nunca la crónica. Porque al final, junto a la criatura amorfa, insípida y patética, vivirá acomplejada mi firma por los siglos de los siglos, para escarnio de los que están y los que llegarán.
Esa crónica, la que no voy a hacer nunca, deberá hacerla mi madre, el director del órgano, el funcionario del Comité Central, o la madre de María Belén Chacón.
*Intervención en el panel ¿Cómo yo escribo mis crónicas? VIII Encuentro Nacional de la crónica Miguel Ángel de la Torre, Cienfuegos 25 de octubre 2013.
(Tomado de la Gaceta de Jagua)
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