Fotografía extraída del blog http://lasombrasedesliza.blogspot.com
Ayer no grité al despertar, pero amanecí con el cuerpo embebido en sudor, y un escalofrío ascendió por mi espina dorsal cuando mis ojos se abrieron de par en par mirando sin tener un objetivo fijo. Me pasé todo el día en ese estado de embriaguez mental, shock, colapso.
Ayer.
Pero hoy ha sido distinto, pues mi garganta impelió un alarido como si nunca hubiera emitido sonido alguno y por fin hubiera sido liberada.
Ya pasó, susurro para mí. “Concéntrate en la rutina”. Levanto mi cuerpo entumecido aún por el embotamiento nocturno y logro llegar al pasillo. Desde aquí puedo oler el humeante té y las galletas de jengibre, por eso sé que no estoy solo en casa, lo cual es extraño pues vivo solo desde hace cinco años. Me asomo con curiosidad y, al distinguir la forma casi humana que está sentada al lado de la ventana, no me atrevo a cruzar el umbral de la puerta. Debí suponerlo en cuanto distinguí el dulce aroma a trigo horneado, debí abrir la ventana y lanzarme a través de ella, pero aquí estoy, enfrentando unas horripilantes cuencas vacías que no dejan de observarme, igual que cada veintidós de octubre.
Desde aquel tétrico día veintidós en que descubrí que tenía madre y la maté.
Y, desde entonces, me regala visitas oníricas cada noche y se persona cada cumpleaños.
“Púdrete”, le digo, aunque ella parece no escucharme nunca, pues me sonríe sin cesar con sus dientes podridos y sus labios violáceos. Su pelo cae a ambos lados en guedejas gruesas y grasientas, y sus manos, descarnadas, gotean nata carmesí y avanzan hacia mí más rápido que su cuerpo. “Vienes a visitarme cuando ya no te necesito”, le digo sin apartarme, pues no le tengo miedo. Ya no puedo tener miedo, porque este será el último cumpleaños que veré ese cuerpo putrefacto en medio de mi cocina, pues en un mes habré muerto.