VacasEl pastor se queda dormido con el libro de Kafka en las manos. El libro termina cayendo. La vaca se acerca y lo olisquea. Le da fuerte con el hocico y ve con interés que no se rompe. Entonces abre la boca y empieza a buscar el modo de comérselo. Se la ve con entusiasmo, se aplica en la mordida, en la ingesta de las hojas. De pronto bizquea, da arcadas, mueve arriba y abajo la cabeza y suelta un eructo no muy sonoro, la verdad, pero que despierta al pastor. No es la primera vez que escucha a una de sus vacas soltar un eructo, pero nunca había visto ninguna que tuviera unas alas de insecto en el costado.HormigasLa hormiga cubrió la distancia que la separaba de mi zapato en una tarde entera. La vi avanzar sin desmayo. Tampoco sabría ahora decir si le costó o no. Sé que se plantó allí delante y no se movió en un par de horas. Mientras que ella se desplazaba, yo leía. Nunca había sentido esa compañía tan insignificante. La de la hormiga avanzando, acercándose poco a poco al sillón en donde estaba muy cómodamente instalado. En esa tarde, concluí la novela. Era buena, sin ser magnífica. Me encantó la manera en que la trama iba desquiciándose sin desmoronarse la entereza de los protagonistas. Uno de ellos, uno particularmente obcecado en alcanzar su destino, conjurado a esa meta a riesgo de su propia vida, moría fortuitamente nada más conseguirla. Dolía que ahí concluyera la novela, que no hubiese una posibilidad, por pequeña que fuese, de que otras circunstancias de la trama me sacasen de la tristeza enorme que esa muerte imprevista me había causado. Fue entonces, quizá cuando la emoción de esa pérdida irrecuperable hizo que se cayese el libro al suelo, cuando la hormiga murió. PiojosUn piojo intrépido, emboscado en la cabeza de una hippie de los setenta que leía poemas de amor libre, perdió el equilibrio en la frágil cima de un pelo y acabó estrellándose en un verso muy lúbrico. Se ahogó en pocos segundos. Tan escaso era su tamaño que la tipografía del poema lo succionó. Está todavía en una L mayúscula, una que ahora parece preñada. Los libros son a vecescementerios improvisados.
Perros, caballosCuando despierta, ya no llueve. La envuelve el olor a tierra mojada y remolonea en la cama, tapada hasta la nariz, acomodando todavía el cuerpo a la espera de que el sueño regrese y pueda concluir lo que no recuerda. Había una puerta y había un jardín detrás de la puerta. Conversaban alrededor de una mesa unos cuantos amigos de cuando era más joven todavía. Uno decía que el caballo era el animal noble de la creación. Otro, empeñado en sustituir al caballo por el perro, no apreció que uno le venía encima, lo derribaba y lo mordía con saña en los brazos y en la cara. Solo ella se le acerca, aparta como pueda al perro y le pregunta cómo está, si le duelen las heridas. Al despertarse oye unos ladridos. Vienen de afuera. Deja el confort de la cama y se asoma a la ventana. No ve nada. Vuelve a refugiarse entre las sábanas y se lamenta de no saber cómo acaba la historia. Si su amigo se repone, si la conversación añade un animal de más nobleza que el caballo o que el perro. Entonces escucha cómo uno relincha afuera. No es un sonido que pueda confundirse con otro. Es un caballo. Además parece que le están incomodando. Como si pugnara por zafarse de un jinete indigno. Nada afuera le concede la presencia de un caballo o de un perro. Así que se acuesta nuevamente. Antes de conciliar el sueño reparador, el de los perros, el de los caballos o cualquier otro que la alivie de la pesadumbre que la embarga, coge un libro que tiene en la mesita de noche. Hace días que no lo lee. Lo abre con delicadeza. Sabe qué le espera. A poco de que se le cierren los ojos, cree escuchar otra vez relinchos y ladridos. Decide no levantarse. Incluso el olor a animal impregnado en el aire no la fuerza a dejar la comodidad dulce del sueño.
Moscas
A las moscas no se les pide jamás explicaciones. Se tiende a apartarlas o, caso de que incordien en demasía, matarlas con absoluta contundencia. Mi mano lo sabe. Mientras la enyesaban en Urgencias, una se posó sobre la mano sana. Medí las consecuencias de reventarla con el yeso recién colocado, pero renuncié. Seguí su vuelo por la consulta, distraído, sin escuchar las recomendaciones del médico sobre mi convalecencia. Terminó parada en el lomo de un libro de enfermedades venéreas. No me asombró que la mosca cayese fulminada en ese instante.
Loros
Al loro que compré en Estambul le gustaban las literaturas germánicas medievales. Ponía unos ojos de loro entusiasmado cuando le recitaba en voz alta las gestas de Beowulf o los funerales de Héctor, el domador de caballos. Contrariamente a lo que se puede esperar de un loro, el mío no repetía con la gracia previsible las frases que yo decía. Su única evidencia de una inteligencia superior a la de otras criaturas era la de abrir los ojos como los abría. Se diría que estaba allí mismo, en la batalla, blandiendo la espada, empapado de sangre enemiga. Si un día me daba por cambiar de tercio y leer en voz alta, como suelo hacer, otro género, qué sé yo, poesía romántica o cuentos policiales, mi loro expresaba su disconformidad y emitía unos ruidos tan poco soportables que tenía que mudarme a otra habitación a continuar la lectura. Era el mío un loro de costumbres poco refinadas. Bastaba observar cómo se agitaba en cuanto el episodio narraba una cruenta batalla a la vera de un río o el ajusticiamiento de algún reyezuelo caído en desgracia. Esta mañana mi loro ha muerto. Estaba en el fondo de la jaula. Tenía un sencillo corte en el cuello. Temo que se ha suicidado. No me cabe otra explicación. Debió tener una pesadilla, me ha dicho mi madre, que es la que lo cuidaba. Era muy impresionable.
Ratones
Era uno de esos ratones de biblioteca. El típico no, no lo era. Tenía todo a su favor para saberse de corrido los cuentos de Philip Roth, antes de decir adiós, ebrio y feliz, a su manera, o los poemas de José Ángel Valente, el mejor poeta de la balda 14 del pasillo 2, a decir de otro ratón un poco más clásico, comprometido con las letras, de los que tienen la vista perdida por leer en condiciones de luz pésima. El nuestro, el ratón que nos ocupa, no lee por coherencia. No tendría vida, aduce, si lee. Sería un vicio muy difícil de retirar. Necesitaría un par de vidas, tres, no sé, cuatro quizá, para poder leer todo lo que me han dicho otros ratones que podría interesarme, dado mi carácter, ha dicho en una escalera que da a un sótano en donde hay más libros. Lo ha escuchado un ratón que acaba de descubrir a Edgar Allan Poe, y está asustado de que caiga la noche y las sombras lo entenebrezcan todo. Ahora mismo están los dos meditando muy seriamente mudarse a un establecimiento de pasamanería. Incluso les podría bastar un sótano de una casa abandonada. Una que esté en una calle céntrica, de las de mucho paso y negocio.