El terror de nuevo cuño contó con una espectacular punta de lanza el pasado año gracias a Hereditary, cinta con la que Ari Aster tocaba fibras sensibles y que, polarizaciones aparte, se preocupaba por alejarse del sobresalto chusco para buscar nuevas vías con las que incomodar al espectador. Por ello, Midsommar era la película más esperada de la temporada para muchos aficionados al cine de miedo. ¿Cumple la película con las expectativas? Sigue leyendo para averiguarlo.
Midsommar nos traslada a Harga, un aislado lugar en mitad de remotos parajes naturales suecos, en el que se ha establecido una pequeña comunidad de personas. Aprovechando la festividad del Midsommar, un grupo de jóvenes se traslada hasta allí guiados por un amigo, antiguo miembro de la comunidad. Allí se convertirán en testigos de excepción de los extraños rituales que se llevan a cabo en Harga.La primera y evidente peculiaridad de la segunda película de Ari Aster nos la proporciona su luminosa puesta en escena. Tras un breve preludio dramático e inquietante, que de algún modo entronca con la lobreguez estética y conceptual de Hereditary, el director rompe con los clichés del género y nos enfrenta a un horror a plena luz del día, que se beneficia de la belleza del decorado natural. La apuesta es arriesgada y loable, aunque por desgracia los resultados que arroja no son del todo satisfactorios.
Y es que la propuesta arrastra varios problemas que acaban hundiendo la película en un pozo del que finalmente no es capaz de salud. Me explico. La mitología que en Hereditary quedaba sugerida abundaba en un misterio original, un terror nuevo que funcionaba de manera extraordinaria para el espectador atento. En Midsommar, Ari Aster agarra ese mismo concepto y lo explicita hasta las últimas consecuencias. El resultado es un monumental fracaso en la práctica totalidad de sus objetivos.En primer lugar, la decisión de sustentar la película en una apabullante diurnidad es una osadía que a priori aplaudo por su audacia y su intencionalidad. Sin embargo, este recurso es el primer paso hacia la eliminación de la sugerencia, lastrando de manera definitoria la necesaria gestación de una atmósfera apropiada. Esto produce lo peor que le puede pasar a una película de terror, y es quedarse a medias en el intento. Porque los mimbres están ahí, y por momentos Ari Aster demuestra que el camino que ha escogido, aunque arriesgado, es factible y transitable hacia una meta ciertamente novedosa. Pero esos momentos de acierto son devorados por la luz y por otros aspectos que derriban hasta los cimientos cualquier atisbo de credibilidad.La explicitud, como decía, es aquí un fuego inextinguible, que abrasa, hace languidecer y, finalmente, consume todo lo bueno y lo malo de la película. Explicitud demasiado lenta, además, que alarga el metraje hasta la extenuación —es preocupante conocer que el director pretende estrenar una versión con 30 minutos más de duración—.
La mitología interna que presenta la película puede llegar a tener su gracia, pero al verse tan expuesta por el guion, el interés que suscita va decayendo lentamente hasta convertirse en algo apenas accesorio. Además, tampoco es que sea el colmo de la originalidad, dejando una sensación de refrito de otras propuestas similares vistas con anterioridad. Ahí de nuevo la película pierde fuelle.El guion también falla en ese equilibrio entre explicitud y sugerencia cuando se trata de los personajes. El ejemplo más claro es el del personaje deforme, cuya presencia es apenas anecdótica. Es como si al director le gustara su imagen para crear impacto, pero no supiera realmente qué hacer con él. Lo mismo pasa con la paulatina desaparición de otros personajes, circunstancia totalmente desaprovechada por el director para generar momentos de impacto.Pero quizá lo peor y más flagrante viene con la introducción de instantes humorísticos. No es un humor voluntario, aunque hay sobre todo una escena en la que Ari Aster lo inserta claramente de manera intencionada. El caso es que algunos de los momentos más significativos de la película arrancan risas en el público, y lo que es peor, producen un sentimiento de vergüenza ajena bastante acusado, convirtiendo lo pretendidamente impactante en absurdo.
En cuanto al trabajo que hay detrás de las cámaras, puede gustar más o menos, pero aquí Ari Aster es continuista con su estilo de dirección. El abultado metraje, empero, hace que los estilosos movimientos y colocaciones de cámara agoten un poco, aunque es indudable el mimo del director a la hora de buscar encuadres y de dotar a la película de una identidad visual acusada. En este sentido, la fotografía de Midsommar no admite tacha, y se revela como el mayor reclamo del filme junto a muchos de los elementos que conforman su imaginería visual.
Tampoco hay nada demasiado destacable en la parte actoral. Florence Pugh es una actriz que me gusta mucho desde que la ví en Lady Macbeth, y aquí vuelve a hacer gala de un gran magnetismo en pantalla, aunque con el avance del metraje parece contagiarse de lo erróneo que resulta todo para terminar un tanto desubicada. El gran pero en este sentido viene por la parte de Jack Reynor, actor desganado y de poco registro que no empasta nada bien con el tipo de película que pretendía hacer Aster. Otra pequeña losa.
Midsommar engancha en su inicio y ofrece momentos incómodos, pero en conjunto no logra ser recomendable. La metáfora que presenta respecto a las relaciones familiares es fallida, queriendo a ratos hacerse demasiado evidente, y cayendo en la sobreexplicación. La sensación que me queda es la de que al director se le ha ido de las manos el proyecto, y que para poder terminarlo se ha ido a lugares contradictorios. La intención era buena, pero eso no evita que la decepción sea grande.