Lo percibo a mi alrededor, lo noto en la gente, lo sufro, lo odio, me paraliza aunque necesite unas dosis, no sé qué hacer para enfrentarme al miedo que me acucia últimamente. Sé que no soy la única, ya hablaba del miedo hace unos días mi compañera de blog Yquehacemos, o más bien se refería a lo harta que está de sentirlo. Yo también. Estoy harta e intento poner en marcha todos los mecanismos que conozco para que no me impida moverme, pero, hay que reconocerlo, el entorno no me ayuda.
No paran de acojonarme desde las teles, las radios, los periódicos…, hasta el punto de que he decidido alejarme en lo posible de esas fuentes de miedo. Pero no, no es tan sencillo. Está ahí fuera, acechando en los corrillos que se forman en cafeterías y tiendas, en las caras de la gente que traga saliva y trata de encontrar una salida, en los comentarios de amigos y familiares, en quienes se aferran a lo malo conocido, en los que se lamentan y no ponen soluciones…
Juro que me sé la teoría, que he sido capaz en muchas ocasiones de enfrentarme a esa “perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario (DRAE)” que es el miedo. Soy consciente de que José Luís Sampedro tiene más razón que un santo cuando afirma que “el miedo es, desgraciadamente, más fuerte que el altruismo, que la verdad, más fuerte que el amor. Y el miedo nos lo están dando todos los días en los periódicos y en la televisión”, pero a pesar de saberlo, no puedo evitar sentirlo. Y lo que más me jode es que, por ahora, me está ganando la partida.