La noche era oscura y fría, quizás como lo son todas, quizás no. La niebla empañaba cualquier rastro de estrellas que pudieran verse en otras noches veraniegas de hace ya algunos meses. A través de los cristales lo único que podía verse era algún destello de faros subiendo la sierra hacia no se sabe dónde. Era difícil imaginar quién se adentraría en la oscuridad de aquellos montes a esas horas. Sin embargo, el resplandor de aquellas luces lejanas le daba la paz que necesitaba. Tal vez era la seguridad de saberse a salvo dentro de sus cuatro paredes preferidas. O tal vez era tan solo la dejadez y el vacío que la invadían durante algo menos de un par de minutos, justo el tiempo que sus ojos seguían, de forma inevitable, el recorrido de esos rayos de luz hasta perderse en la última curva antes de la siguiente colina.
Respiró, y mientras lo hacía, vio salir su aliento gélido por la boca. Realmente hacía mucho frío. Dando media vuelta, alargó del perchero la bata azul de terciopelo, la de las noches en vela. No había acabado de anudarla cuando su corazón dio un vuelco dentro del pecho: el teléfono sonaba de forma estruendosa. Unos segundos de confusión bastaron para darse cuenta que no era normal que alguien llamase pasadas las tres de la mañana. Para ser sinceros, no era siquiera normal que alguien llamase.
Eulalia llevaba demasiado tiempo sin salir a la calle y había perdido el poco contacto que aún mantenía con el exterior desde que su perro había dejado de pertenecer a este mundo para pasar a una vida mejor.
El teléfono había dejado de sonar para volver a hacerlo por segunda vez, de forma insistente y sin dar tregua. Su sonido aceleraba el ritmo sanguíneo de Eulalia, que no atinaba a encontrar el interruptor de pellizco que había justo encima de su mesilla de noche.
―Tendrían que llamar por tercera vez si esperan que a mí me dé tiempo a llegar al auricular antes de que cuelguen ― pensó Eulalia.
... Continuará ...