Revista Opinión

Miedo

Publicado el 05 febrero 2011 por Rbesonias
Miedo
Una de las pandemias más desoladoras de la historia de la Humanidad fue la peste bubónica, conocida popularmente como peste negra a causa de su transmisor, la rata negra. La peste desoló una tercera parte de la población mundial y se convirtió mucho después del siglo XIV en signo de muerte y tragedia. Aún hoy mantenemos la expresión "huir como de la peste" cuando alguien nos resulta molesto o queremos evitar su compañía. Existen enfermedades que adquieren una dimensión que supera con creces al efecto de su virulencia, convirtiéndose en icono o alegoría de ciertas emociones colectivas. Albert Camus observó con lucidez los comportamientos humanos en situaciones extremas en su famosa novela La peste, desvelando cómo la enfermedad y el dolor pueden sacar de nosotros lo peor que llevamos dentro, pero también dejar cierto espacio a la esperanza, representada ésta en el personaje del médico protagonista. José Saramago planteaba un discurso similar en su libro Ensayo sobre la ceguera Más allá de los efectos reales y explícitos que acompañan a una enfermedad, ésta cobra vida propia en el imaginario colectivo, dilatando su mala fama incluso cuando ya ha desaparecido. El miedo que genera traspasa las fronteras de lo razonable y se convierte con el tiempo en catalizador de otros temores.
Afirmaba Hobbes que el miedo y la inseguridad son la esencia misma de la política. Los ciudadanos harán todo lo posible por ser protegidos contra aquello a lo que temen (o abastecidos de aquello que desean), cediendo a cambio derechos que hasta ahora consideraban insobornables. Pese a las evidentes diferencias entre el modelo de monarquía absoluta que defendía Hobbes allá por el siglo XVII y las bondades insustituibles que posee nuestra actual democracia, el miedo sigue siendo, mal que nos pese, una emoción con la que nuestros representantes políticos juegan a la hora de arrimar votos a su caldero.
El miedo no tiene porqué ser fundado o racional, no ha de provenir necesariamente de una fuente visible o que pueda ser intuida. Sin embargo, su efecto sobre nosotros puede ser más lesivo que aquel temor que proviene de un ser, objeto o situación determinados, obstruyendo nuestra capacidad de decidir y obrar libremente. Podemos temer a los perros, pese a que éstos sean caniches inofensivos. Podemos temer a las tormentas, pese a estar en casa protegidos y seguros del efecto de sus rayos. Aún así, por mucho que los demás nos hagan observar que estamos a salvo, el miedo seguirá paralizando nuestra capacidad de raciocinio. Estos miedos irracionales tienen su origen en factores psicológicos, pero existen otros muchos miedos abstractos que son inducidos socialmente y que poseen una virulencia no menos grave, manteniendo a la ciudadanía anestesiada e incapaz de actuar racionalmente y con independencia. Los mecanismos del miedo son aprovechados por los poderes políticos y económicos para evitar la disensión ciudadana o, por el contrario, generar un ambiente de crisis que provoque en la sociedad una necesidad irracional de protección y seguridad.
Eric Fromm analiza con acierto en su obra El miedo a la libertad algunos de los mecanismos que llevan a la ciudadanía a ceder su libertad a cambio de seguridad y bienestar en el contexto del nazismo emergente. Hoy en día, pese a estar a salvo de regímenes autoritarios, el uso del miedo sigue estando presente en nuestras democracias occidentales, a través de mecanismos psicológicos de compensación, placebo o inducción de expectativas. Desde que el conductismo descubriera que a través de la observación de la naturaleza humana podemos modificar su conducta, jugando con su capacidad de gozo y displacer, tanto la publicidad en el ámbito empresarial como la propaganda en el político han buscado estrategias que induzcan en nosotros estados emocionales a mayor gloria de las ventas o los votos. Una vez entronizado el miedo en la sociedad, el efecto virulento de bola de nieve se encargará de expandirlo exponencialmente. La reproducción repetitiva de discursos emocionales inducirán a medio o largo plazo a generar en la ciudadanía un estado de complacencia o desagrado generalizados. En política, una opinión es tan solo un discurso virulento inducido para mover a la ciudadanía hacia el interés del partido o en contra de la oposición.
Si el miedo es insostenible, se buscarán placebos que contengan la insatisfacción o cortinas de humo que dispersen la mirada y entretengan el ánimo. Por el contrario, si lo que deseas es desacreditar al adversario, exagerarás sus defectos, fomentando la crispación social.
El concepto de crisis se convierte así en un eficaz macguffin para mover el ánimo de la ciudadanía al son del interés político. Pero ya sea para inducirle al desánimo como para provocar en él una euforia colectiva, el ciudadano nunca será la fuente de tales emociones, sino una mera marioneta pasiva. No está de más que nos aplicásemos el elocuente aforismo extraído del Talmud con el que Eric Fromm comienza el citado ensayo El miedo a la libertad: «Si yo no soy para mí mismo, ¿quién será para mi? Si yo no soy para mí solamente, ¿quien soy yo? Y si no ahora, ¿cuándo?».

Ramón Besonías Román



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