Si existe un sector que infunde un miedo “frommiano” a la libertad y, paradójicamente, donde más se acusan las consecuencias de los que aplican la mordaza, es el de los medios de comunicación. La regresión de la libertad en los medios -no sólo en cuanto a expresión, opinión y prensa, sino también a su independencia-, es tan cotidiana que estamos acostumbrados a asistir a ruedas de prensa a través de un plasma y a la prohibición de hacer preguntas. A tal extremo se ha llegado conculcando el derecho a la información por ese temor que comparten los que generan información (y desean ocultarla, matizarla, administrarla) y quienes tienen el deber de buscarla y difundirla (sin cortapisas), los propios medios, al permitir cortapisas para sobrevivir. Una información insuficiente, descontextualizada y sesgada no sirve para la formación de una fundada opinión pública y la toma de decisiones colectivas. No es, pues, un asunto menor la batalla que se libra por el control de la información en nuestro país y el deterioro que está causando a la libertad de prensa, y a las libertades en general. Nunca antes, desde que España recuperó la democracia, ha habido tantos impedimentos para ejercer esta profesión ni tantos intentos por “regular” el derecho a la información y la libertad de expresión sobre los que descansa la libertad de prensa. Son amenazas que dejan ya de ser veladas para mostrarse francas y abiertas. Y sumamente peligrosas.
Nada más acceder al poder, el Gobierno del Partido Popular perpetró el retorno del control gubernamental de Televisión Española (RTVE) al modificar el sistema de elección del presidente de la Corporación para que el Parlamento pudiera aprobar su nombramiento por mayoría absoluta, no por dos tercios como había establecido la “reforma histórica” anterior. Desde entonces, RTVE se ha transformado en una copia vergonzante de Telemadrid, aquel medio al servicio de la presidencia de la Comunidad y cuyo director fue premiado con las riendas del Ente público nacional. Así, de querer emular el prestigio e independencia de la BBC inglesa, RTVE ha pasado a ser una cadena cuyos trabajadores denuncian continuamente injerencias, censuras y niveles de manipulación como en los peores tiempos de la dictadura. En este caso, los miedosos actúan con dos objetivos muy claros: control de la información para no perjudicar al Gobierno y deterioro de un modelo público de televisión para privatizarlo o bien reducirlo a la expresión de Boletín Audiovisual Oficial del Estado. Y lo están consiguiendo: sólo hay que ver la credibilidad y la audiencia que pierde un medio que debería prestar un servicio público que en nada está reñido con la objetividad informativa y el prestigio profesional.
Las presiones y los posicionamientos en la prensa son igualmente significativos. Los tres periódicos de mayor tirada de España han relevado a sus directores en los últimos meses. La Vanguardia, El Paísy El Mundo han renovado sus staff por motivos que van mucho más allá de buscar gestores que sepan enfrentarse a la caída de ventas y publicidad que afecta a todo el sector, sino también de situar al frente del negocio a directores que, como deduce José Sanclemente refiriéndose a El Mundo pero que es extensible al resto de cabeceras, dejen de marcar en exclusiva la línea editorial y los hilos políticos y periodísticos a su antojo, y se atengan a los objetivos señalados por los accionistas y la propiedad a la que pertenecen. El cuestionamiento del poder político, dispensador de subvenciones y ayudas al sector, parece quedar limitado a los casos más sangrantes de corrupción y desfachatez delictiva, en los que el poder judicial ya no ha tenido más remedio que intervenir e investigar. Salvo esporádicas y voluntariosas excepciones en soporte digital, causa sonrojo comprobar cómo la pretendida “recuperación” que vende el Gobierno es aceptada sin discusión por unos medios afines y ajenos, pero sumisos y dependientes todos ellos de la publicidad institucional, temerosos de los inspectores de Hacienda, proclives a pisar las alfombras de despachos y oficinas gubernamentales y pendientes de su viabilidad empresarial antes que del interés general de los ciudadanos por estar informados con diligencia y veracidad. Todos estos movimientos y posicionamientos de la prensa se inscriben en el “acomodo” a las directrices que emanan del poder político y económico que no duda en presionarlos para controlar la información.
Y en cuanto se exceden, a los ojos del Gobierno, vuelve la amenaza explícita y tentetiesa. Unos “ojos” que consideran escandaloso que un policía proteja la nuca de un exvicepresidente del Gobierno al subirlo a un vehículo oficial, como hace con cualquier delincuente. Un escándalo que no era provocado por los medios de comunicación, sino por la alta personalidad política que comete fechorías delictivas. Ello motiva a todo un ministro del Gobierno, responsable del departamento de Justicia, Rafael Catalá, a “reflexionar” sobre la necesidad de multar las filtraciones de procesos judiciales a la prensa e impedir su publicación. La amenaza, aunque posteriormente matizada, no es sutil, sino clara y con la voluntad de amordazar a la prensa y obligarla a autocensurarse. Ya existe el delito por las filtraciones de secretos oficiales, que castiga a funcionarios que no guarden el deber de mantenerlos y a los medios que difundan este tipo de filtraciones. Que un ministro con responsabilidad en la materia aluda a un endurecimiento de las sanciones, es un toque de atención a los destinatarios de la advertencia, en el sentido de que el Gobierno podría legislar para “multar” (y obligar a callar) a los medios que publiquen información bajo secreto de sumario sin que ningún juez dictamine si prevalece el derecho a la información. Como dice Ignacio Escolar: la estrategia no es nueva. Es poner al derecho a la información la misma mordaza que se puso al derecho a la manifestación. Ello es prueba de que el Gobierno actúa con miedo a la libertad, restringiéndola cada vez que convenga a sus intereses partidistas y en detrimento del interés general.