Si la memoria no me falla, era una noche lluviosa del mes de marzo de 1979. Se trataba de uno de esos momentos de transición en los que uno se debate perezosamente en levantarse del sillón para zambullirse en la cama. El sosiego era aparente, con esa capacidad relajante del sonido de la lluvia al precipitarse sobre el suelo, el soniquete juguetón del agua sobre los canalones hastiados de los tejados que vomitaban el líquido elemento, formando incipientes riachuelos por las calles. De repente, el sillón parecía tornarse de un material extraño con vida propia, tabaleándose de un lado a otro, el resto de la habitación parecía contagiarse y iniciaba su propio movimiento acompasado y brutal. Parecía como si un gigante invisible agitara la casa como un pelele. Fue mi primer terremoto y mi primera reacción fue de impotencia absoluta, de sentirme sobrepasado por algo incontrolable, de una fuerza titánica que era ingobernable e impredecible. Aquella noche de marzo fue el inicio de lo que por Granada fue conocido como el verano de los terremotos. Porque a partir de entonces era raro que la tierra no temblase casi todos los días, teniendo su punto culminante en aquel verano del 79, en las que muchas familias durmieron al raso en largas y eternas noches de canícula y tertulias improvisadas. Durante un año normal somos capaces de detectar uno, dos o ningún movimiento sísmico, pero en aquel periodo de cinco meses se calcula que se notaron alrededor de más de medio centenar de diversa intensidad. La angustia y el miedo se convirtieron en compañeros habituales a la caída del Sol en la capital de la Alhambra. Recuerdo que cada noche una psicosis te poseía, esperando con un ojo abierto y otro cerrado a que viniera aquel vaivén infernal que te inoculara el virus del miedo y la impotencia. Y cada noche la tierra cumplía con una cita no pactada y desde luego nada deseada. Porque a final, más tarde o temprano, con alevosía y nocturnidad el terremoto te acunaba en contra de tu voluntad. Había dos clases de seísmos, los silenciosos y a los que les acompañaba un ruido que aumentaba aún más nuestros temores.
Eso provocaba la estampida en muchos hogares, que armados de colchones, hamacas y sillas invadían los cercanos campos a la ciudad para pasar la noche al raso. En mi casa eso nunca pasó. Mi padre pensaba que era mejor morir descansado en su propia cama que vivir a la intemperie cansado y somnoliento. Aparte del peligro más que evidente de un movimiento sísmico, existe una parte atávica que forma parte de ese miedo ancestral a lo que se nos escapa de nuestro control. Aunque tu primer impulso es huir, existe una parte de ti mismo que te deja literalmente paralizado, esperando ansiosamente que aquel movimiento llegue pronto a su fin, en un sentido del tiempo distinto, en los que los segundos parecen tan dilatados que aparentan minutos. Si te sorprende en un duermevela tu subconsciente te puede jugar malas pasadas, y dota de personalidad propia a algo tan fortuito y natural como un terremoto. Un ajuste de las placas tectónicas de la Tierra se disfraza de ente violento y brutal que viene a por ti, a sacudirte tu cama impunemente. La noche tiene esa capacidad innata de distorsionar la realidad. Movimientos similares que se producían también de día se camuflaban entre el ajetreo diario, el tráfico y el ruido habitual de las ciudades. No parecía la luz del Sol un negocio demasiado fructífero para el pánico. En aquellas largas noches de improvisadas y familiares imaginarias, cuenta que un bar hizo negocio ofreciendo a aquella inusitada clientela la correspondiente tila, un anticipo de lo que después sería el conocido botellódromo, aunque el nombre más preciso hubiera sido por entonces tilódromo. El miedo es pariente cercano de las plegarias, así que no tardó mucho en surgir quien veía aquella plaga como un castigo del Señor. Con tales argumentos el arzobispo de Granada celebró una eucaristía en la iglesia de la Virgen de las Angustias, patrona de la ciudad, para pedir que Dios nos librara de los terremotos. Por su parte, el sector científico daría alguna que otra explicación oportuna que ahora no recuerdo.
Lo cierto es que, fuera por las rogativas al cielo, porque la naturaleza terminó su ciclo o porque la madre Tierra se cansó de jugar a barajar las placas tectónicas, un día cualquiera igual que vino se fue. Las horas nocturnas volvieron a pertenecer a los juerguistas y a los que tan sólo querían descansar. Todo esto viene porque hace algunos días el seísmo que sacudió a Melilla también llegó hasta aquí, en un temblor que nos pareció eterno y que, una vez más, nos sorprendió a traición, cuando dormíamos refugiados en brazos de Morfeo.