Cuando te preguntan “si te ha gustado el regalo que te han hecho” con una exclamación previa del tipo ¡ Te he comprado algo que me encanta, que es chulísimo y que estoy seguro que te va a encantar!. Si abres el envoltorio y ves “que no” pero a tu alrededor el regalante brinca con entusiasmo : ¡A qué es bonito!,¡A qué es bonito!, miente.
Tras una comida-cena desastrosa , en la que tu anfitrión se ha esforzado al máximo pero el resultado ha sido espeluznante , a la cuestión ¿ Has comido/cenado bien?, miente. Aunque sufras la versión del que realmente se cree que lo “ha hecho a nivel de chef”, o la “del que critica la comida allí donde vá y no ve la viga en el ojo pero sí toda la paja del mundo”, miente, miente.
Si hubieras mentido, tal vez no te hubieras enfadado con tu suegra por ese horroroso reloj de cuco que te ha regalado para tu salón minimalista. Lo hubieses dejado en un armario ( oculto) y la hubieses dejado dando los saltitos de entusiasmo del que se cree que regala bien . ¿Vale la pena decirle a un amigo que su arroz a la crema de nécoras es un mejunje incomible y crear una situación tensa, cuando lo que menos te importa de ese amigo es su habilidad en la cocina?. ¿Y por qué le vas a decir a tu amiga que esa camiseta le queda de tortazo visual, cuando ella flota de entusiasmo con esa elección?…
Así que la mentirijilla o mentirita funciona como un regulador de nuestras relaciones sociales. Es un filtro benigno por el que pasar las diferencias de percepciones y dejar que lo importante, lo esencial, salga intacto de las pequeñas batallas de la convivencia humana. Pero claro, hay que saber gestionarlo. Por cierto, en este post, hablamos de esas mentiras blancas. Las pequeñas y piadosas. Las otras, ya queda claro que son “negras, malas y enormes”.
Soy una firma defensora del uso de la mentirijilla que yo llamo “situacional”. Sin sentimiento de culpabilidad. Y es que eso , es una impronta que nos inculcan desde pequeños: No mentir.
Al principio, somos devotos de la norma y podemos desmentir tranquilamente: Mamá, no mientas que no se puede. No digas que papá no está en casa. Está en el salón. (Voz de reproche del niño a su madre, cuando esta le está diciendo al Presidente de la Comunidad de vecinos que su señor esposo no está en casa y sí lo está: escondiéndose.).
Más tarde ya la empezamos a utilizar para conseguir un fin: que no te castiguen ( yo no he sido ), que no te pillen ( estoy estudiando con X. Llegaré más tarde. Al fondo, la música de la fiesta), etc. Esta sucesión de mentiras, siguen en nuestra vida adulta: desde mentir con respecto a un dolor para no hacer algo, hasta decirle a alguien que ya tienes un compromiso , sin tenerlo.
Si hacemos un examen de las mentiras (blancas y situacionales) que decimos al día , nos quedaríamos sorprendidos. Y, a la vez, si nos pusiéramos a practicar un ejercicio total de “verdad” y elimináramos esas pequeñas mentirijillas, podríamos dejar a más de uno derrotado, cuando se podía haber ahorrado el mal trago.
Pero sí que es cierto que vivimos en una cultura ” de mentiras” ( lo admito) pero, también es cierto que cada cosa en su dosis justa nos puede hacer la vida más sencilla.
Lo único que es verdad es que el ser humano es complejo, difícil y muy sensible.
El resto de las afirmaciones de este post, pueden ser mentira…