«No soy escritor porque me fascina la literatura sino porque me fascina la realidad. La literatura me sirve para acercarme a ella, sentirla más, enraizarme en territorios sobre los que crecer. La escritura es la forma que tengo de tejer los lazos invisibles a los que no he sabido o podido aferrarme en la realidad. No es un refugio; es, por el contrario, un pasillo por el que acceder a las habitaciones cerradas de mi vida, como individuo y como parte de la sociedad».
Ese escritor al que le fascina la realidad es José Ovejero. Este libro suyo —último publicado por él y primero leído por mí— comienza con Matar un perro y termina con Enterrar al padre. Bueno, en realidad termina con dos entierros del mismo padre: primera y segunda versión. No estoy muy segura de que estos dos finales alternativos —que a priori me parecieron una idea interesante— sumen algo a este libro. No me malinterpretéis. A mí, sin duda, la lectura de este libro me ha sumado. El madrileño se define en él como «una nota a pie de página en la historia de la literatura» y, además,«una nota al pie de página del presente». Qué puedo decir: que me parece que a veces hay notas a pie de página interesantísimas, así como en ocasiones he leído prólogos de libros que me han gustado más que el libro que les sigue en sí. Pero seguramente tienes razón, Ovejero. Es harto improbable que alguna vez te concedan el Premio Nobel de Literatura, así como que tu obra pase a formar parte del canon literario universal. Te queda el alivio (o excusa o pueril resistencia a desligarnos de aquello que pensamos nos identifica política, social o ideológicamente) de no tener que ponerte corbata.
Lo de la corbata no lo voy a explicar. Es tan solo una anécdota de este libro, pero si comienzo a detenerme aquí y allá me lío más de lo necesario y no termino nunca. Lo que quiero decir es que a José Ovejero no le hace falta el Nobel para que lo leamos y nos aproveche, y que, como tanto a él como a nosotros nos toca vivir el presente, poco nos ha de importar el recorrido futuro de las notas a pie de página una vez que ya seamos pasto para los gusanos. Lo que también quiero decir es que el autor da muestras en este libro de su habilidad para cultivar varios registros narrativos. Esta mezcla —y no solo de registros, sino de estructuras, tiempos, voces narrativas, etc.— es algo que vengo observando mucho en la literatura actual, sin ir más lejos en mi lectura inmediatamente anterior a esta: Las voces de Adriana, de Elvira Navarro. No es que sea algo que me disguste e incluso en ocasiones suma, pero también es cierto que cuando una de esas partes me gusta especialmente me ocurre que no puedo evitar la añoranza por ella durante la lectura del resto, aunque ese resto también me guste y me aporte. Es una tendencia literaria que estoy detectando y sobre la que me quedé con ganas de reflexionar en mi reseña de la novela de Elvira Navarro, así que lo siento, José Ovejero, pero te ha tocado a ti.
¿Qué es Mientras estamos muertos? No tengo ni idea, pero tampoco me importa, pues me gustan los libros inclasificables. Podría deciros que es un libro de relatos, pero, como cuando comienzo a leer me guía la voz de un mismo niño (o adolescente) por historias de una misma familia, casi me parece estar leyendo una novela. Sin embargo, no es esa la única voz que me acompaña; también escucho la voz del Ovejero adulto y la del escritor como narrador omnisciente. Hay capítulos (o relatos) que son una suerte de ensayos. Los hay que son claramente relatos ajenos a Ovejero y a esa familia (si es que lo que se escribe se puede considerar de algún modo ajeno a quien lo escribe). Así que no, no sé que he leído, pero —insisto— tampoco me importa.El libro —como ya he comentado— comienza matando un perro y termina enterrando un padre. Y es curioso porque en más de una ocasión me he sorprendido durante su lectura preguntándome si lo que José Ovejero pretendía con él no sería matar a su propio padre (me refiero a ello literaria y no literalmente, por supuesto). Matar a un perro es duro pero se mata (sigo, por supuesto, sin hablar literalmente). Los padres, aun ya enterrados, son más difíciles de matar. «Yo entregado tan pronto a mi ascenso y a mi huida», le leo a José Ovejero. El escritor entregado a poner distancia. El escritor escribiendo este libro para acortar distancia. Ni siquiera eso, pues, como él mismo constata: «Al escribir no lograré cambiar la relación real con mi padre, tampoco pretendo sustituirla con una inventada. Lo único que puedo cambiar son mis propias emociones». No, José Ovejero no pretende matar a su padre con este libro. Los padres mueren porque mueren y a nosotros solo nos queda el dolor por su pérdida o el dolor por lo que no hemos perdido.
«Envidio el dolor fantasma de la orfandad porque es el síntoma de que allí había un miembro, una relación de parentesco encarnada en nosotros. Pero no me duele, no echo nada en falta, no llevo luto, no distingo ante mí brecha alguna. Me espanta esta aridez, esta vasta superficie entre mi padre y yo en la que no hay nada. No me culpo. No lo culpo a él. Es solo que me resulta difícil contemplar sin estremecerme ese terreno inhóspito».
«Lo he contado ya, todo esto lo he contado ya, en novelas y en cuentos. Esa vida áspera de mi infancia, la brutalidad indiferente en el colegio, la competición que manteníamos para humillar a los compañeros más débiles, los celos que mi padre sentía hacia mí y cómo me hacía pagar que mi madre fuese tan cariñosa conmigo. Yo era el pequeño, yo era el inteligente, yo era el sensible. Mi madre podía proyectar sobre mí sus nostalgias, y mi padre, incapaz de colmar ninguna de ellas, tomaba nota. No es nada nuevo, ya digo, lo he escrito una y otra vez gracias a las máscaras que me fabrico con mis personajes. Escribir es rememorar justo aquello que desearíamos olvidar a toda costa. Escribir es disfrazar las cosas para poder ver su rostro real».
Lo ha contado ya. Quizás haya incluso más realidad en esas ficciones que yo no he leído que en esta otra obra que tal vez pueda considerarse —qué se yo— autoficción. Tampoco es algo que me importe.
Ese niño que nos cuenta es Ovejero y tiene quince años en los inicios de los años setenta. Es en esos años de posguerra y tardío franquismo en los que su familia prospera y es de esa familia en la que «las palabras se usan como los números, una forma de administrar y clasificar, no de transmitir emociones o sentimientos complejos» de la que sale ese niño que se abrirá paso con la palabra escrita. Dice que su padre le tiene celos, pero él también siente envidia de muchas cosas. Envidia a los compañeros que saben responder a la violencia circundante con una violencia directa mientras que la suya es una violencia cobarde. Envidia la tristeza de uno de sus tíos por antojársele la enseña que lo separa de esa familia de la que a él le gustaría desligarse (hasta que el tío en cuestión claudica de su deserción). Envidia a los que por nacimiento lo tienen todo más fácil. Es de esa envidia de la que nace la rabia que lo empuja en su ascenso y su huida.
José Ovejero se define como «un escritor oscuro, turbio, atraído por la frialdad y la distancia». Confiesa su «pudor: es más sencillo hablar de las propias tragedias que hacerlo de la felicidad, la barrera que debo franquear es más baja si cuento un drama personal que si revelo un instante de afecto o de sexo. Me resulta más fácil usar la literatura, cuando es autobiográfica, para lo turbio que para lo claro». A mí me gusta el Ovejero que habla desde la distancia (me gustan todos, pero ese es el que más me gusta). El que hace el ejercicio de volver a la infancia. El que recrea la historia de sus padres «en aquella época, que quizá de forma injusta me parece triste, como si no tuviesen todas sus desequilibrios y sus patologías» y en ese capítulo que es prácticamente una única frase —recurso narrativo que utiliza también en otro de los textos recogidos en este libro (lo recursos del autor son variados; otro de ellos que me ha gustado mucho es —como hiciera Dolatov en La maleta— el de utilizar un objeto como hilo narrador, tal como un modelo antiguo de cámara fotográfica o como esas botas azules sin las que soy ya incapaz de imaginarme, a pesar de que nunca llegó a calzárselas, al autor madrileño)—. Me gusta el Ovejero que fascinado por la realidad nos trae historias de otros porque «no es posible escribir una obra autobiográfica sin hablar de lo que sucede alrededor, porque todo lo que sucede a nuestro alrededor nos sucede a nosotros. Nos transforma. Nos hace mejores o peores. Nos hace mejores y peores». Porque «nuestra postura política», aquello que nos indigna y por lo que nos sublevamos y aquello otro que paradójicamente echamos a un lado, «no es otra cosa que el residuo de nuestras indiferencias» y, por tanto, «el camino que tomo es también el mapa de mi conciencia, y mi indiferencia me define tanto como mis gustos y mis fobias».
clay shooting, fotografía de World of Payne, bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0
El Ovejero que me habla de sí mismo desde el presente me cuenta cosas muy interesantes pero me llega menos. Tal vez sea por ese pudor que él mismo confiesa. Tal vez sea porque aún queda de él algo de ese niño que aprendió a no encariñarse con los perros para que no le dolieran. Tal vez sea porque esa ironía que dice caracteriza a su hermano también él la usa de barrera, como «una manera de distanciarnos de nuestras propias emociones, de quitarles importancia, de librarnos de su poder». Tal vez sea porque, como vuelve a confesar, «tomarme en serio me hace siempre sentir incómodo, un poco farsante, lo que limita mi capacidad de apasionarme, porque la pasión exige seriedad, fe, entusiasmo; no tomarme en serio es un freno de emergencia que aplico para que no me vaya la vida en nada, para mantener la distancia, el control: un lastre para mi vida y para mi literatura». Tal vez sea porque me gusta más el Ovejero de las distancias largas que cortas y punto. Sea por lo que sea, me ha gustado mi primer encuentro con ambos.
Este libro —me repito mucho, lo sé— comienza matando un perro y termina enterrando un padre y se titula, para más inri, Mientras estamos muertos. Otra de las cosas que confiesa el autor en este libro es que la muerte es una de sus obsesiones y «uno escribe sobre lo que se niega a marcharse de su cabeza. No sé quién dijo que un escritor no elige sus obsesiones. En realidad, nadie lo hace». El título, sin embargo, no tiene nada que ver ni con muertes de perros ni de padres, sino que está sacado de uno de los relatos que contiene titulado asimismo Los cuentos que nos contamos mientras estamos muertos. Con dos fragmentos del mismo me despido y dejo a vuestra libertad y entender el significado del título de este libro.
«¿Habéis pensado alguna vez que podríamos estar muertos?, pregunta Ramiro, que se ha separado del grupo y se contempla las manos como si no supiese para qué sirven.¿Qué quieres decir?, pregunta Carme.Muertos. Quiero decir muertos.Todos nos vamos a morir, dice Carme como quien comenta el tiempo mientras saca un pañuelo arrugado de un bolsillo. Se suena delicadamente la nariz, sin ruido; no parece que esté sonándose sino que ha acercado a su nariz un pañuelo perfumado y lo huele despacio.No digo eso, digo que podríamos estar muertos y esto podría ser el más allá.El cielo, dice Carme.O lo que haya del otro lado, no sé. Pero venga, vamos a decir el cielo.Menudo cielo de mierda, dice Julen.En el cielo no ocurre nada, porque si todos son felices no querrán ir a ningún sitio ni que pase algo. Si estás bien te quedas donde estás. La infelicidad es la causante del progreso, las civilizaciones se construyen gracias a personas infelices. ¿Me seguís? Y nosotros a lo mejor estamos muertos y no nos hemos enterado. Por eso pasamos los días contándonos las mismas historias. Porque no queremos ir a ningún sitio. Estamos juntos y eso es todo. Sin movernos. Sin avanzar.¿Me vas a decir que somos felices?, pregunta Julen. Los cojones, felices.Bueno pues es el limbo, ¿vale? Nos hemos muerto y hemos ido a parar al limbo. Por eso nos da todo igual».
«Se vuelve hacia el banco y le da un escalofrío. En realidad, debería poder ver no solo el banco, también a Rosi y a Julen y a Ramiro y a los otros que a veces están con ellos, pero no hay nada. Aunque no está llorando ni tiene las gafas empañadas solo ve una mancha borrosa. Un vacío. Una ausencia. La calle alrededor puede verla, como siempre, aunque algo deformada, como si la mirase a través de una botella. Pero el banco no está, ni hay nadie en el sitio donde hace unos segundos se encontraban sus amigos. Y va a llamarlos pero de pronto le da miedo de que no le responda nadie y de que Ramiro haya tenido razón y estén todos muertos. Y no le importaba haberse muerto cuando estaban juntos, pero ahora, sola, la muerte le produce horror y le parece caer por un agujero negro y no siente ni las paredes ni el aire, un agujero tibio y sin paredes, pero si no tiene paredes no puede ser un agujero, se dice. Está todo de repente tan oscuro. Está todo tan lejos. Eso es estar muerta: la lejanía de las cosas».
Eso es Mientras estamos muertos: la lejanía que a las cosas imprime la literatura para volvérnoslas más cercanas. Y creo que con esto doy una idea más aproximada de lo que es este libro que con todo lo que he venido escribiendo hasta ahora. Podría haber empezado esta reseña así y ahorrarme (y ahorraros) todo lo que ha venido después, pero es que se me acaba de ocurrir al releer el fragmento citado sobre estas líneas. Ya lo siento.
Yggdrasill, fotografía de italo losero bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0
Ficha del libro:Título: Mientras estamos muertosAutor: José OvejeroEditorial: Páginas de EspumaAño de publicación: 2022Nº de páginas: 160ISBN: 978-84-8393-317-6Comienza a leer aquí
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