Revista Cultura y Ocio

Miércoles

Por Calvodemora
El bien comúnAntes eran todos solemnes, se esmeraban en que el mensaje estuviese expresado con corrección; incluso algunos, los más listos de la clase, engolaban la voz al pedir. Porque eran igual de pedigüeños que éstos, pero al menos daban un cierto porte estilístico al texto, impostaban la voz. Hasta llevaban el nudo Windsor bien hecho en las corbatas de marca. Lo de ahora no va por aquí, no son estos tiempos los de las florituras, ni falta que hace. En cierto modo uno exige a quienes administran su bienestar (eso hacen o eso tienen encomendado hacer) que sean eficientes. Por encima de todo es eso lo que les pedimos: la eficiencia, el respeto al ciudadano, esa idea romántica (válida todavía) de que están prestando un servicio público del que son completamente responsables, no siendo obligados bajo ninguna circunstancia en ese desempeño, movidos por sus ideas, con lo hermoso que es eso de las ideas. Por esa razón, por la de las ideas, tan sagradas, el dolor es más grande. Porque es dolor. No es que algunos no cumplan lo prometido, cosa muy grave, pero quizá matizable, entendible si se explica el contexto, la tendencia del mercado o las exigencias de la troika; no es que hablen sin aprecio por las palabras, a las que insultan, de las que se mofan; no es que se desprenda, escuchando lo que dicen, viendo lo que hacen y lo que no, que les preocupe más su cuenta de ahorros que la nuestra; no es que caigan mejor o peor o que no nos guste si llevan camisas de seda o perilla o chaqueta bien plancha o aros en las orejas o coleta o sarro en los dientes. No es nada de eso. A lo que me refiero es a algo inconsutil, inasible, de poco o ningún asiento en los argumentos, en las razones que argüimos. Es más etéreo, de verdad. Queremos que den la talla, lo queremos cada vez más, lo queremos de un modo fiero casi, pero la realidad nos descabalga del hechizo, nos dice la verdad sucia, la verdad de los chanchullos, la verdad de las prebendas, todo eso de que la política concierne a todos, pero la manejan unos pocos y, en ocasiones, a espaldas de los interesados. 
PerdónNo se pide perdón, no se disculpa nadie. Quizá se desprenda que desear ser perdonado implique una disminución de nuestro prestigio, si es que alguno tenemos. A los niños, en los que veo a diario, también les cuesta admitir que han errado. Será el signo de los tiempos, que es una expresión que siempre me ha encantado. Debemos ser los mejores en todo momento, no debemos dar muestras de flaqueza. Ese es el discurso reinante. La belleza de la disculpa tendría que ensayarse en cuanto surja la ocasión. Hacer ver que no hay nada malo en expresar lo equivocados que estábamos o lo que lamentamos haber hecho mal algo. No todo puede ser conducido a la escuela, no debe la escuela acoger todas estas desviaciones de la corrección, pero seguro que hay un lugar en el marasmo de las programaciones y de las competencias y de la burocracia tóxica que nos inunda a los maestros para enseñar la belleza de la derrota. No siempre puede salirse uno con la suya. Incluso está bien que sea así. 
Las noches, los díasSe hace de noche de pronto. Se clausura el día, pero el día no acaba. Hay veces en que empieza de verdad cuando anochece. En eso, en lo de percibir que el día empieza cuando a uno le conviene, tengo las cosas muy claras. Recuerdo una época en que decidía cuál había sido el mejor momento del día. Lo hacía al irme a la cama: pensaba si había sido uno u otro, pesaba dentro de mi cabeza cada uno de ellos y elegía uno. Después, a poco de caer dormido, fantaseaba con ese momento, lo acariciaba, agradecido. Hoy pensé que el día no comenzaba del todo hasta que yo le imponía un comienzo. Deseché de cuajo esa ocurrencia. La voz traviesa de la cabeza decía que el día arrancaba a la hora en que suena el despertador y acaba cuando entenebreces los ojos y te encomiendas al sueño. Pues ahí vamos. No ha sido un mal día. Los hay peores a veces. Lo bueno de que haya algo malo es que se aprecie con más consideración lo bueno. Nos movemos a diario en base a este equilibrio sutil y maravilloso. Lees lo que te incomoda porque hay una lectura que te conforta. Amas porque conoces lo que es no amar. Escuchas jazz (como hago ahora, muy bajito) porque así el día se enfila a su término con más dulzura. 

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