(Texto de 2019, vigente aún)
Cuando todo indica que, en la maraña de la realidad, te encuentras en la coherencia de lo que tu crees
con lo que, también tu, puedes observar, te aproximas a la razón. Cierto es que lo que observas puede ser
erróneo o, al menos y casi siempre, parcial. La percepción tiende a hacerse selectiva y acomodar lo que
percibimos a lo que pensamos. Ahí puede fallar la crítica y desviarnos de la realidad o hacernos caer en
errores notables.
A veces el recurso puede ser la comparación de lo que ideamos con lo de otros. Y, sobre todo, si esos
otros son muchos. El poder de lo que piensa la mayoría es innegable. Pero también sucede que las
mayorías yerran. O porque no tienen la información, o porque se les ha ofrecido sesgada o, también,
porque en determinados momentos históricos grandes mayorías tienden a instalarse en el error. Entonces
es cuando el disidente es marginado.
Irremediablemente hay que moverse hacia situaciones o casos concretos, en el espacio y en el tiempo.
Una situación actual es la proliferación en Europa de fenómenos de lo que se conoce como “populismo”,
y que se percibe como indeseable.
Parecería como si ofrecer a la gente lo que la gente prefiere no debiera ser malo. Sin embargo, el
recurso a los sentimientos llamados “más bajos” conduce a catástrofes. La altura o la bajura de esos
sentimientos varía según sean exclusivos, excluyentes, condicionados por pequeñeces de la vida diaria,
contrapuestos a otros más amplios, abiertos, universales, compartidos y compartibles, transtemporales.
Los movimientos populistas europeos se mueven en la línea de una defensa a ultranza del status quo y
una limitación de los fenómenos migratorios que se han ido desarrollando en los últimos dos o tres
decenios.
Las migraciones, fenómenos históricos al parecer eternos, pues se pueden datar a los que
expandieron la humanidad desde el África oriental a los cinco continentes, no van a ceder.
Ahora pueden ser un efecto de rebote del eurocentrismo. La civilización occidental, a lo largo de una
historia de siglos y tremendos altibajos, ha consolidado un modelo social y cultural que ha resultado
hegemónico. Su éxito tiene orígenes diversos, pero su característica más básica, más profunda, es que
responde a un modelo “democrático”: una sociedad en la que las decisiones, o la menos una buena parte
de ellas, son compartidas por una mayoría de la población. De ellas, las más importantes en cuanto a que
cohesionan más a la población son la medidas, las fórmulas de protección social. Eso incluye la
protección del individuo, especialmente ante el infortunio. Las cargas de la pérdida de la salud, la
decrepitud, la ruina económica o el desvalimiento, se comparten en un sistema de socorro mutuo
organizado para toda la población y que lleva 100 años funcionando. A eso hay que sumar las
generalmente garantizadas prestaciones a la regularidad en el empleo, el acceso a la vivienda y a los
bienes en general. No debe , por tanto, sorprender que todo ello ejerza un efecto llamada poderoso.
La revolución industrial se vio acompañada del establecimiento de relaciones comerciales a todo lo
largo y ancho de Europa. Con ello y, especialmente para las clases privilegiadas de comerciantes y gente
(“hombres”) de negocio, se fueron construyendo una serie de modas, de recursos, de comportamientos y
rutinas que, originadas en la Inglaterra victoriana y, a la vez, en núcleos de poder centroeuropeos. Así se
materializaron, inicialmente en los establecimientos de hostelería y consecuentemente en los domicilios,
una serie de rutinas que gradualmente se han ido universalizando y que constituyen lo que puede llamarse
el “European Standard Way of Life”. En un breve resumen incluye: horarios de comidas, trabajo y ocio,
disponibilidad de recursos para la higiene personal, transporte en vehículos automóviles por tierra mar y
aire, culturalización del ocio en espectáculos como el teatro, la ópera, el cine o los eventos deportivos.
Europa es levantarse por la mañana de una cama con colchón y sábanas. Cubrir las necesidades
higiénicas en una dependencia anexa con agua corriente caliente y fría. Desayunar, es decir romper el
ayuno del sueño nocturno, con alimentos diversos y bebidas nutritivas como la leche y estimulantes como
el café o el té. Vestirse con ropa de varias piezas, interiores y exteriores, estandardizadas para los hombres
desde hace más de 100 años en una pieza superior o chaqueta y otra inferior o pantalón, con la máxima
veleidad de variar la amplitud de las solapas o la de las perneras, acompañadas de una pieza tan ridícula
como la corbata como signo de formalidad (!). (Las mujeres pueden permitirse otras veleidades
sartoriales, pero hay toda una tendencia a “masculinizar” los atuendos). Desplazarse al lugar de trabajo u
ocupación en algún vehículo que se mueva solo: automóvil, individual o colectivo como el tren, el metro
o los autobuses. El trabajo está sometido a un horario específico que hay que llenar con actividad, haya o
no requerimiento de esfuerzo. También disponer de dos días de cada siete para el ocio o los asuntos
privados y de varias semanas al año de vacaciones durante las que se continuan percibiendo los
emolumentos que el trabajo genera si se trabaja por cuenta de otro.
Cualquier viajero espera y exigirá unos estándares en las instalaciones de hostelería en cualquier lugar
del planeta. En los “caravansarai” del mundo del siglo XXI no basta con un rincón donde echarse a
descansar al abrigo del viento y de la arena del desierto y agua para los camellos. Se requiere una
habitación con cama, ropa limpia, cuarto de baño y acceso electrónico a las comunicaciones. Un armario
para ropa y pertenencias, una mesa y un asiento y una mesilla al lado de la cama donde dejar el reloj, las
llaves y el billetero (para las tarjetas de crédito). KWW = keys, watch and wallet). Se exige porque, más
pronto o más tarde, todo ello se va incorporando a la vivienda de cada cual. Da lo mismo que el
“businessman” sea hindú, norteamericano, japonés o argentino. Lo que quiere es el estándar europeo. Del
Ritz o del Hilton. O que se le aproxime, que es lo que acaban ofreciendo las grandes cadenas de hoteles
en el mundo entero.
Es una parte de la “globalización”. Globalización es un anglicismo o, más bien, un americanismo.
Fuera mejor mundialización o universalización porque la idea de “globo” para describir el planeta parte
de una figura geométrica esférica pintada con el mapamundi. En español y en otros idiomas, los “globos”
están vacíos. Lo que en inglés se llaman “balloons”, en otros sitios se reserva a los de futbol u otros
deportes. Pérdidas en la traducción (“lost in translation”) y el peso de la anglificación. El imperio
británico se vio sucedido por el norteamericano y, aunque y como decía Oscar Wilde, Inglaterra y Estados
Unidos son dos países separados por un idioma común, han instituido esa lengua como la común del
imperio, como lo fue el latín hace 2000 años. Globo, entonces.
No está claro si lo que quisieran todos los emigrantes del mundo mundial es irse a vivir a Ginebra
(aunque muchos lo han hecho ya: el cantón de Vaud del que Ginebra es capital, acoge actualmente un
37% de población extranjera). Ni que Ginebra precisamente sea el epítome de la calidad de vida. Entre
otras cosas, Ginebra y la mayor parte de Centroeuropa tiene un clima hostil que obliga a sus habitantes
que puedan permitírselo, a huir hacia climas más benévolos en sus vacaciones. También se ha dicho que
precisamente ese clima, que obliga a la reclusión, es el que ha favorecido la cultura de trabajo y la
aceptación de su disciplina que han dado lugar al desarrollo de la cultura europea. Parece que debe ser
algo más. Como tampoco puede atribuirse al calvinismo cuando la laboriosidad antecede a la Reforma
protestante en unos siglos. Singapur y la bahía de San Francisco son modelos de desarrollo que no
parecen depender del clima ni de la religión.
La calidad de vida es otra cosa. Puede aprovechar condiciones preexistentes como el clima, la
orografía, la demografía o, incluso, la historia. Pero en todo caso, la calidad de vida es una construcción
cultural, con una miríada de componentes aportados por varias generaciones. Y la búsqueda de la calidad
de vida puede ser un ejercicio, una aventura para toda la vida.
Una nota en referencia a la composición de los contingentes de inmigrantes: The Economist muestra
con datos que los inmigrantes africanos no proceden de los ámbitos más empobrecidos y marginales. Los
seminómadas de Niger o los que viven en chozas al norte de Benin no tiene ni la oportunidad de emigrar.
Los contingentes más numerosos proceden de ámbitos urbanos como Lagos, Marrakech, Bamako o Dakar
y tienen recursos personales y también económicos para emprender el camino proceloso de la emigración.
La mejorías económicas y educacionales de la población de países emisores de emigrantes, dice The
Economist, no va a disminuir el flujo de la gente. Al contrario, le da una mejor idea de dónde están y a
dónde pueden llegar, estimulando la emigración. Algo parecido puede decirse de la emigración desde los
países del Este europeo o de Centro y Sudamérica hacia los Estados Unidos. Otra situación migratoria, de
la que hay menos información aunque numéricamente puede ser la más nutrida, es la de la inmigración
desde el subcontinente indio, India y Pakistan, hacia los países del golfo Pérsico.
En resumen: van a seguir viniendo y cada vez más.
Si la oferta que pueden aportar los colectivos y los partidos populistas es que van poder controlar e
impedir la emigración desde países más pobres, no ofrecen mucho. Evidentemente que pueden hacer la
vida difícil para las poblaciones inmigrantes que se han ido incorporando durante los últimos decenios.
Pueden construir murallas físicas o legales y administrativas. Pero difícilmente van a revertir el proceso.
Cierto es que los movimientos migratorios, como los de otros fluidos, están sometidos a variaciones y
vaivenes. Se mueven de donde hay más presión y, también, más volumen, hacia donde hay menos de
ambos. Son flujos que como las mareas, tienen su pleamar y bajamar. Pero no cesan. En España se vio
una reversión del flujo migratorio, principalmente el proveniente de países americanos como Perú,
Colombia y, especialmente, Ecuador. Con la depresión económica, la “crisis” de la segunda década del
siglo, muchos inmigrantes regresaron a sus países de origen. También es cierto que, según numerosísimos
testimonios, el ánimo de los inmigrantes sudamericanos era más bien aprovechar unas oportunidades
laborales, hacer algún dinero y regresar a casa; no de asentarse o integrarse en la sociedad receptora.
Pero eso no es así para los inmigrantes procedentes de países en situaciones muy precarias como son
los africanos. En la mayor parte de ellos no hay nada a lo que o a donde volver. Algo parecido a los
inmigrantes refugiados, procedentes de situaciones de conflictos violentos prolongados y sin visos de
solución.
Por más dificultades que se les pongan, no va a haber barreras que impidan la llegada de inmigrantes.
Ningún partido u organización populista xenófaba ha aportado una idea factible y aceptable que ayude a
modificar la realidad. Como no sea el genocidio, ni se va a ahuyentar a los que están aquí, ni se va a
impedir que sigan llegando. Es posible que evoluciones políticas sitúen en el poder a populistas
xenófobos en algún o en varios países europeos. Valdrá la pena observar la evolución de esos
experimentos y ver cómo se actúa respetando los derechos humanos primarios.
Populismo y xenofobia son indeseables. Quitárselos de encima no es una tarea fácil. No hay más
remedio que intentar desactivarlos restándoles legitimidad, racionalidad y eficacia. No sirven para lo que
se proponen y, aparentemente, no proponen nada más. No hay futuro en sus propuestas, ni propuestas de
futuro.
Lo que toma es convertir la emigración de un problema en una oportunidad. Como ya hemos escrito en
otro sitio:
La inmigración no es un problema, es un acontecimiento (social, político, demográfico,
geográfico, etc.)
El racismo y la xenofobia son un problema. Lo que hay que hacer es evitar que se conviertan en acontecimientos.
Mientras tanto, lo que informan los economistas es que, en los próximos 50 años, Europa necesita entre
200 y 300 millones de nuevos habitantes para mantener tanto el crecimiento demográfico como
económico. Así lo anuncian el envejecimiento de la población y la natalidad, que no alcanza el reemplazo
de la población existente. El aumento de la expectativa de vida incrementa el contingente de población
anciana que necesita que su asistencia la provean los que están en edad de producir. La mano de obra
necesaria, tanto para el mantenimiento de estructuras y servicios como para desarrollar novedades y
progresos, no se alcanza con la población actualmente disponible y su descendencia.
Y dentro de ello, la complejidad del proceso de integración. La integración de las nuevas poblaciones,
su adaptación al más arriba mencionado modo de vida europeo no es simple a pesar de que sea uno de los
factores atractivos al movimiento migratorio. Merecedor de todo un capítulo o ensayo aparte, contiene los
factores de la integración y también de alguna forma de desintegración de la cultura originaria del
inmigrante. Una definición breve de cultura dice que se trata de una realidad constituida por un lenguaje,
una historia, unos conocimientos y unas experiencias comunes para un grupo concreto de población. De
alguna forma el inmigrante se tiene que desprender de su idioma o idiomas (la mayor parte hablan más de
uno), de su historia y de la de su entorno anterior, adaptar sus conocimientos más elementales e incorporar
sus nuevas experiencias. Y no siempre sin un notable desgarro. A la vez puede intentar conservar lo que
entienda como valores propios, algunos de la vida de relación , como las costumbres y la educación o la
urbanidad, y otros del mundo de la trascendencia, como la religión. Integrar y al tiempo, no desintegrar
hasta el desarraigo, no es solo un compromiso del inmigrante sino también de la sociedad de acogida.
Afrontar todo ello con naturalidad compromete a todos, pero muy especialmente a los profesionales del
Trabajo social cuyo ámbito de dedicación incluye tanto la población autóctona como la inmigrante.
Reflexionar, informarse, re-evaluar ideas y sobre todo, mantener el compromiso ético y profesional con
todos y todo es una obligación profesional.
Xavier Allué
Médico y antropólogo