Es la una de la tarde del sábado 5 de octubre de 1974. Dos horas antes de lo previsto, Carmen regresa a la casa de la calle Santa Fe. Apenas tiene tiempo de atravesar un estrecho camino que conduce a la entrada, de pasar junto a una mesa y dejar las bolsas de las compras en la cocina. Luego, buscando a Miguel, abre la puerta trasera. El resto ocurrirá demasiado rápido.
«Nos vamos, hay autos rastreando el barrio», le dice Miguel Enríquez, tal vez en el último instante en el que puedan mirarse a los ojos antes de que todo cambie para siempre. Segundos después, los coches pasan por la cuadra y estacionan en la esquina. Miguel toma el AK-47 y carga. «Dispara por la ventana», le indica mientras su compañera lo observa perderse por la puerta de la habitación. El próximo sonido que escucha son las ráfagas de las metralletas y los vidrios que explotan en mil pedazos. Queda poco tiempo.
Algunos minutos después, Carmen agonizará en el piso. Una herida de bala le hizo perder la conciencia. Puertas afuera, la DINA combate durante dos horas contra Miguel Enríquez, convencidos de que adentro de la casa hay más gente. En algún momento, Miguel sale al patio y un tiro lo alcanza. Será el primero de varios.
Cuando ya no se escucha movimiento alguno, un integrante de la DINA se llena de valor para entrar. Carmen será arrastrada hacia la vereda dejando en su camino una mancha de sangre. De alguna forma, logró sobrevivir. Tras unos minutos tirada en la esquina, será llevada al Hospital Militar. Alcanzará a pedir que tengan cuidado con su bebé y, entre luces y rayos x, les preguntará a dos oficiales de la dictadura: «¿Dónde está Miguel?».
Pero esta historia comienza mucho antes de que los hombres de Pinochet den con la casa, de que Carmen logre salir con vida, no ser desaparecida, y de que la dictadura la obligue a dejar Chile. En una entrevista a fondo, Carmen Castillo nos cuenta quién era Miguel, en qué creía y por qué vivía. Una de las páginas más importantes de la lucha revolucionaria del continente, narrada por su protagonista.
Carmen Castillo dice que fue Beatriz «Tati» Allende, hija de Salvador Allende, quien la adentró en el «mundo de la revolución latinoamericana, de las lecturas y, sobre todo, de la práctica». Tras la muerte de Ernesto «Che» Guevara, Beatriz comenzó a coordinar la sección chilena del Ejército de Liberación Nacional, y Carmen viajó clandestinamente a Bolivia para hacer contacto con Inti Peredo, quien se encontraba al frente de la guerrilla. Eran tiempos de «un rigor que era a la vez exigido por la situación de este grupo pequeñito donde éramos ayudistas de retaguardia. Ese rigor de la discreción, de la compartimentación, estaba acompañado con una extraordinaria existencia social, abierta, política, a partir de lo que uno era».
– ¿Cómo recordás esos tiempos?
– En nuestra generación siempre se tiende a mirar que el compromiso militante femenino va ligado al amor. Esto es algo que siempre he reivindicado, por supuesto, pero había allí a fines de los 60 una fuerza política, una fraternidad. La amistad femenina era fundamental y Beatriz Allende fue para mí una guía en lo que después viví en el MIR. Radicalidad sin sectarismo, sin dogmatismo. Esa posibilidad de conjugar una estrategia con la realidad del presente, con el pensar la acción revolucionaria desde un contexto nacional e histórico.
Los primeros pasos uno los da muy joven, en un sentimiento de indignación ante la injusticia, la miseria y la opresión. Ahí nace un sentir que va luego a transformarse en una decisión voluntaria y total de un compromiso político que atraviesa toda mi vida. No creo que uno puede, a partir de esa experiencia y de esa vivencia, abandonar. No es solo una fidelidad moralista, es una emoción, son sentimientos. Es el saber que lo que constituye la energía vital y el deseo de vivir viene del encuentro con el otro. Pensar juntos, hacer juntos. Beatriz es, efectivamente, la persona con la cual doy los primeros pasos.
– Militando en el MIR, conocés a Miguel Enríquez. ¿Cómo fueron esos días para vos y cómo era ese Miguel?
– En el MIR voy a empezar a trabajar en unidades que están ligadas al trabajo social, algo que hacíamos todos. Ir a las salidas de las fábricas, etcétera. Luego, paso a una unidad más específica de análisis y de estudio de la coyuntura. Y, en ese caminar, voy a encontrarme con Miguel.
Miguel fue un hombre con curiosidad y deseo de escuchar, que comunicaba una intensidad de la necesidad de hacer y estudiar en todos los ámbitos. En la intimidad de las conversaciones era un torbellino de creatividad, era muy apasionante trabajar con él. En aquellos años éramos mujeres tremendamente libres, entonces, eso venía acompañado con una autonomía total. Y me enamoré de ese hombre al que considero, hasta el día de hoy, que es el hombre de mi vida. No había por dónde perderse. No creo que fuera una relación clandestina. No creo que haya sido cómodo ser compañera de Miguel Enríquez. Lo que preservaba todo esto era que había una vida privada. Había parejas conocidas, pero ni él ni yo quisimos. Eso fue importante.
– En la distancia a veces se olvida que Miguel tenía solo 21 años cuando se da la fundación del MIR. ¿Reconocés una maduración ideológica con el paso de los años?
– Diría que Miguel Enríquez era el intelectual revolucionario más importante de América Latina. Su pensamiento político se nutría, desde los 13 o 14 años, de lecturas que no eran corrientes. Tal vez en Argentina, pero por aquí nada. ¿Por qué comienza a leer a Gramsci? ¿Por qué lee a Rosa Luxemburgo? Tenía una pasión permanente por la historia, la estudiaba. Concebía la lucha revolucionaria desde cada nación. Hay textos de Miguel que son fundamentales, en el contexto latinoamericano, para entender que tenemos el deber de hacer la revolución allí donde estamos.
Ese joven de 21 años va a morir a los 30, pero crece porque empezó muy chico. Hemos encontrado cuadernos de Miguel de muy jovencito. No solo de política: de filosófica, de poesía, de literatura. También era neurólogo y le interesaba enormemente la ciencia, el cerebro, las conexiones, la cibernética. Todo lo anotaba, todo tenía un tiempo. ¿Por qué iba a buscar Los Miserables, de Víctor Hugo? ¿Qué preguntas se estaba haciendo como sujeto revolucionario? Y, a los 21 años, para de escribirlos porque ya empieza una actividad que va a entender todo.
Había otros en la dirección del MIR, sobre todo Bautista van Schouwen, que era su gran amigo y cómplice de la adolescencia y con el cual compartía una permanente interrogación sobre la emancipación, la conciencia y la organización dentro del MIR; pero con una vitalidad de cuestionamiento que creo que significó una inteligencia política enorme para ir comprendiendo los momentos que vivíamos.
A Miguel se lo ha convertido en un héroe, en una foto con un rostro severo, que resiste con las armas en la mano. Es decir, nadie puede quitarle esa decisión, ese acto libre de resistencia cuando combate dos horas solo contra ese aparataje militar. Pero es una resistencia para vivir, no para morir. Entonces, no hay nada sacrificial en Miguel. No es el sacrificio, es un deseo realmente total, definitivo y de empatía. No para estar contento él, sino para nosotros, para el pueblo. Eso a mí me lo enseñó completamente. No estábamos trabajando para la autosatisfacción de tener verdades. Era una búsqueda, un debate permanente dentro de una organización dura y complicada como es la militancia de los 60-70, algo que hoy nadie entiende.
Éramos militantes, sí, y es una palabra que defiendo enormemente. Implica que tienes claro lo que quieres hacer, y que también tienes que dejar de hacer algunas cosas que te gustan para hacer otras que te traen enormes satisfacciones y que implican un trabajo colectivo organizado.
– El 29 de junio de 1973 se da el intento de golpe del Tanquetazo y, al día siguiente, ustedes se mudan a la casa de Gran Avenida. Gobernaba Allende, no había militares en el poder, pero tampoco eran momentos fáciles. ¿Cómo se sentían esos tiempos y cómo lo recordás a Miguel durante esos meses previos al golpe?
– Es importante que se recuerde que nosotros teníamos bien claro que el golpe venía, pero hicimos todo para impedir que fuera un golpe militar como el que vino. Toda la información que recogíamos, hasta ese Tanquetazo con Prats, indicaba que lo que se veía venir era un golpe que nosotros llamábamos blanco. Allende tenía listo para el 11 de septiembre un plebiscito de salida en el que sometía a votación la continuación de su gobierno.
Cuando viene el Tanquetazo, nosotros ya teníamos trabajo político en la Fuerza Armada. No de infiltración, teníamos información de cómo estaba moviéndose la cosa ahí dentro. Nunca tuvimos toda la información, por supuesto, si no habríamos operado diferente. Pero en junio era evidente que podía darse un golpe militar, y en esos meses se va a producir un descalabro de todo lo que significó, posteriormente, la resistencia armada del 11 de septiembre. La ley de control de armas, el paso a la clandestinidad de los dirigentes, hay muchas cosas que analizar.
En ese momento, la decisión del MIR, de Miguel y nuestra, es que teníamos que tener un lugar con protección y ya con clandestinidad. Es decir que teníamos leyendas -como se dice-, teníamos documentación, nombre. Vivíamos una leyenda para el barrio. Esa casa, por lo demás, nunca cayó. Atravesamos el golpe de Estado ahí y nos pudimos quedar hasta diciembre. Estaba muy bien pensado ese lugar. Vivíamos con Humberto Sotomayor, su madre, la Marilú (García), los niños. Era muy divertida esa casa, pequeñita, y éramos muchos, pero teníamos una relación con el barrio muy buena. Una decisión correcta para poder prever lo que pudiera venir.
Desgraciadamente, esa posibilidad que nosotros tuvimos no se dio para la mayoría, ni siquiera para la mayoría de los cuadros medios del MIR. Pero la decisión era de resguardar al menos a la dirección. Ahí estábamos nosotros desde junio y podíamos, con la medida de seguridad que bien conocíamos, mantener una doble vida. Es decir, preservar ese lugar y, al mismo tiempo, ser la Carmen Castillo profesora en la Universidad y tener a las niñitas en un parvulario.
– Tras la desaparición de Bautista van Schouwen, ustedes deciden mudarse a la calle Santa Fe. Para la dictadura Miguel era la persona más buscada y, sin embargo, se negó a dejar Chile, «El MIR no se asila», y vos te quedaste con él.
– Continúo hoy día considerando que era lo que había que hacer. Hay mucho debate sobre eso, pero nosotros éramos demasiado conocidos. Por lo demás, a veces en la praxis se cometieron errores. Como lo he escrito en Un día de octubre en Santiago, la mejor decisión de mi vida fue continuar la lucha y la vida junto a él. Fue posible, lo hicimos bien.
Cuando Miguel sabía de alguna situación sobre algún compañero o compañera que no podía mantenerse en la clandestinidad, se le daba orden de asilarse. Esto no era tampoco un principismo moralista, era una decisión política que había que implementar lo mejor que se podía. A partir de agosto, cuando yo estaba ya embarazada, empezamos a estudiar. Había también compañeras embarazadas en la clandestinidad que tuvieron sus hijos en Chile, en condiciones perfectas y con mucho resguardo médico. Estaba la posibilidad de quedarse o de salir para el parto.
Pero lo más importante -y eso se ha tergiversado y se ha dicho mal-, es que la decisión de la dirección y de Miguel era que había que estar en Chile, lo que no quiere decir que había que estar en la primera línea. Porque el problema es que, los primeros seis meses, él estaba en la primera línea, expuesto. Entonces, era normal que hubiera cosas que se detectaran. Por lo tanto, habíamos tomado la decisión e implementado un repliegue al interior del país. Teníamos la casa, el lugar, la fachada, con quién íbamos a vivir. Todo listo para que Miguel, quedándose en Chile, pasara a estar en una situación de resguardo que le permitiera, eventual y clandestinamente, ir y venir, salir y volver. Eso es real.
Todo aquello estaba pensado. No es una cuestión de puro héroe, los héroes no sirven. Políticamente, es muy jodido porque no se ve cómo se transmite. Era un hombre sensato y no quería morir. Todo estaba organizado para mantener una presencia en el país resguardada. Eso permitía -como les permitió a otros compañeros de la dirección- sobrevivir.
Casa de la calle Santa Fe.– En tu libro Un día de octubre en Santiago contás que el 5 de octubre de 1974 regresás a la casa de la calle Santa Fe a la una de la tarde. Ahí te encontrás con Miguel e, inmediatamente, te avisa que había visto autos que rondaban la cuadra. Vos decís: «Un día esto tenía que suceder». ¿Qué recuerdos tenés de ese día?
– Creo que de ese momento no tengo nada de qué arrepentirme. Es como un momento de enorme serenidad frente a la muerte. No la estamos buscando y, cuando uno vive con la cercanía de la muerte, la muerte no es un fetiche, no es algo que esté glorificando para nada. No la quieres, pero de repente es posible. Había una sangre fría, una suerte de «ya, ejecutamos los actos»; y la maestría de Miguel en el combate para convencer a los militares que al interior de la casa había un comando cuando estaba solo, durante dos horas.
Miguel muere siendo un hombre lleno de ideas, deseo, implementaciones reales, no ilusorias. Creo que la muerte de Miguel es lo que la palabra tragedia implica. Fue una conjunción de hechos que se agenciaron ese día para que llegaran a la casa. Porque nosotros estábamos yéndonos, literalmente.
Hubo un proceso muy importante sobre la muerte de Miguel que ganamos recién y pedí reconstitución de escena para definir los tiempos, exigir que se creara archivo en Chile. No hay fotos, no hay nada de la muerte de Miguel. Entonces, se empezó a repetir la versión de la DINA que decía que había muerto a los quince minutos casi sin resistencia. A mí me parecía fundamental que se crearan archivos para que se constituyeran los hechos.
La conclusión -que creó jurisprudencia en Chile- es que el combate armado de Miguel Enríquez era legítimo, porque estaba luchando por vivir contra una máquina de matar. Se definió «crimen», aún en esas condiciones.
– El día que salís del hospital luego del combate de la calle Santa Fe, un militar te dice: «Fíjate bien, porque es la última vez en tu vida que ves la ciudad», que si volvés te van a estar esperando. Pero Pinochet cayó, pudiste volver. ¿Qué sentís que cambió de ahí en más? ¿Qué huella habían dejado esos casi 17 años de dictadura?
– Lo he trabajado un poco en mis películas: esa sociedad de la impunidad, de la arrogancia de los vencedores. Ahora estamos pagando las consecuencias de lo que se vivía en los 90. Esa derecha fascista extrema pinochetista está viva en Chile y ese trabajo no se hizo. Ni de justicia, ni de verdad, ni de formación.
Hoy día, a mi edad y con el trabajo político, con los colectivos, etcétera, mi preocupación mayor es que se transmita el pensamiento de Miguel Enríquez. Porque pienso que es muy actual su pensamiento político, estratégico, táctico, su concepción de la organización. No para repetir el MIR, las caricaturas me parecieron siempre lo peor. Es decir, lo peor que podemos hacer como viejos es creer que hay que hacer lo mismo. Hay que inventar, así como se inventó el MIR. Hay que tener conocimiento de la historia, estudiar, transmitir. Y creo que mi generación no ha transmitido bien. Es normal transmitir legado, movilizadores de figuras éticas, pero hay que llenarlas de vida. De nada sirve si tú no dices que Miguel Enríquez amaba a los niños, había sido parvulario, le gustaba comer, reírse, amar, bailar, en fin, si no dices quiénes éramos: hombres normales, mujeres normales, con disciplina, curiosidad, cuestionarse qué decidir hacer. En Argentina debe haber sido igual, era muy rica la formación, muy amplia.
– Muchas veces se busca mostrar a quienes lucharon como íconos inalcanzables, con una imagen más por el culto a la veneración que como pares. Como si eso que hicieron no fuera algo posible para el común o estuviera destinado a gente especial. En Calle Santa Fe vos mostrás una imagen de Miguel distinta, el Miguel humano. ¿Cómo lo definirías, si tuvieras que contarle a alguien que no lo conoció, quién fue, en qué creía, por qué luchaba?
– El afecto, la fraternidad, el cuidado del otro: eso era Miguel. Diría empatía, amor, que es una palabra que me cuesta usar, pero que hay que darle contenido revolucionario. El capitalismo nos ha robado todas las palabras.
Miguel cuidaba a cada militante, se reía, tenía sentido del humor, curiosidad y además antenas para percibir el movimiento social, el estado de un país. Diría que era uno de esos seres humanos que, por ser como son, en esa empatía con el sufrimiento, tienen una convicción absoluta de que hay que crear una sociedad de iguales -lo que no quiere decir una sociedad de personas que se parecen todas-.
La igualdad en Miguel, en nuestra generación, era una palabra movilizadora que se jugaba todos los días. Significaba diversidad, significaba el otro, con toda su alteridad. Y, con eso, se iba generando una relación con lo vivo, desde los niños hasta la diversidad de los seres humanos, de las clases sociales, de las situaciones, pero con convicción. Esa es la generación nuestra. Hoy, esa convicción es mucho más complicada, porque nosotros teníamos certezas, que se cayeron, se derrumbaron. Entonces, en las ruinas de las certezas, en la incertidumbre, ¿cómo mantener esa convicción? Esa convicción es simple: es que no puede ser la crueldad del mundo, de las relaciones humanas, de la sociedad de la explotación. En fin, lo que estamos viviendo. La irrupción y el irrespeto por la esencia misma del capitalismo.
Miguel era un revolucionario en el sentido menos esquemático de la palabra. Todo era materia de transformación. El coraje de Miguel en toda su vida merece que nos detengamos en él, porque no es un coraje heroico, es un coraje cotidiano que estaba viviéndose en circunstancias precisas. Esos valores que están desprestigiados, o poco comunes en esta sociedad de individuos, de individualistas y de dinero, son las experiencias que hoy están teniéndose en diversos colectivos y en diversos lugares del mundo. Es muy extendida esa necesidad de ir configurando, a la vez, una visión de hacia dónde vamos. Por lo menos, con lo que hay que terminar, cómo y de qué manera. Con la gente, con el otro, con los otros, con el pueblo, con el lugar en que estamos.
Miguel tenía a la vez afecto, respeto y una tremenda voluntad, en el sentido no de voluntarismo, sino voluntad de disciplina. Era un hombre que, en la cotidianidad, se preocupaba de hacer gimnasia, de hacer la comida, de darse el espacio para estar con las niñitas. Esa configuración de un hombre capaz de entender que los tiempos de la vida, aunque una está llevada por la urgencia y por lo que tiene que hacer, tenían que permitir espacio de estudio, de la vivencia con los niños, de la amistad, de lo cotidiano.
– Pasaron casi cincuenta años, pero, indefectiblemente y a pesar de tanto, hay una semilla que quedó, que está, que tiene que haber abierto caminos o gérmenes de nuevos caminos. ¿Hoy, con todo esto, quién es Miguel?
– Creo que Miguel hoy en Chile es como un faro, como un guía. Pero, cuidado, porque a esa figura tenemos que llenarla de cuerpo y de pensamiento. Hay mucho trabajo que hacer. Nadie puede cuestionar la presencia de Miguel, pero ¿cómo la hacemos visible? Estos nuevos historiadores y estudiosos del MIR, estos jóvenes con los que trabajo, están buscando en él, en Bautista, en Luciano (Cruz Aguayo) y en otros esa complejidad, esa totalidad. Quiénes eran más allá de la fotografía en blanco y negro, del héroe.
Creo que Miguel es, hoy día, muy importante. No para repetirlo, sino para recoger algunas visiones, iluminaciones en el sentido más creativo de la palabra. Para pensar colectivamente cómo hacer crecer la conciencia y la visión de esa necesidad de ir hacia una sociedad completamente diferente. Eso que Michael Löwy llama el ecosocialismo. Y hay que pensar las palabras, porque las palabras socialismo o comunismo nos las tienen manchadas.
Solo, cada cual no hace nada. Los zombis se van creando así, en ese individualismo. También en los sectores radicales de la izquierda hay resabios de ese individualismo. Hay que levantar la fraternidad, que el MIR era la expresión misma de la fraternidad.
Miguel podía salir a la calle a salvar al último de los compañeros y sabía que había un riesgo. Para él eran importantes todos, cada uno, cada una. Pienso que, de su primer encuentro con el sufrimiento, con los campesinos sin tierra, con los pobres, deviene un compromiso. Es un punto, una bifurcación en la adolescencia que la sociedad capitalista de hoy hace todo para romper. Está todo construido para que no haya vínculos, para que no se vea ese sufrimiento o, si lo ves, es en la televisión. No hay contacto. Nosotros teníamos contacto, porque yo partí a alfabetizar a los 15 años. Son vivencias que no se te olvidan nunca más, de qué lado del mundo te encuentras. Y eso es lo que hoy es tan difícil, como la articulación de los colectivos. Los desafíos del presente son inmensos. No tengo recetas, pero pienso que Miguel Enríquez aporta.
“MIGUEL ENRÍQUEZ ERA EL INTELECTUAL REVOLUCIONARIO MÁS IMPORTANTE DE AMÉRICA LATINA” | Entrevista a Carmen Castillo, militante del MIR y compañera de Miguel EnríquezEnvía un formulario.