El 28 de marzo de 1942 moría en el Reformatorio de Adultos de Alicante Miguel Hernández Gilabert, enfermo y destrozado su cuerpo, agotado de luchar contra la tristeza, la enfermedad y la derrota.
La idea que tenemos de él es la imagen tópica y sugestiva de un pastor de cabras que escribe versos intensos y sorprendentes, un poeta cuya imagen es la de un rudo y bondadoso hombre de pueblo; al ver por primera vez su foto, o el dibujo que le hizo Buero Vallejo en la cárcel (su retrato más difundido), dudamos de que haya sido él quien escribió las páginas más conmovedoras de la poesía de su siglo.
Ése creo yo que es su máximo valor: que no es en la primera ni en la segunda lectura de sus poemas cuando nos seduce, sino que esas primeras lecturas nos incitan una y otra vez a releerlo, y es entonces cuando se produce una asimilación casi mágica de sus palabras, una admiración y a la vez una emoción profunda, al palpar verso tras verso la humanidad colosal del poeta, y su poesía intensa y expresiva, cuya fuerza es capaz de contagiarnos su angustia y su amor sin dificultad, impidiendo también que desaparezca su recuerdo.
Éste se ha mantenido vivo también, mientras ella vivió, en casa de Josefina, su esposa; hasta tal punto, que después de hacerle una entrevista, alguien afirmó estar seguro de que no había estado sólo con ella, sino también con su marido.
Miguel Hernández, el poeta que aspiraba a que su poesía lo trascendiese (“que mi voz suba a los montes y baje a la tierra y truene”), nació el 30 de octubre de 1910 en Orihuela.
Desde niño conducía el pequeño rebaño de su padre, y será precisamente ese contacto con la naturaleza el que le revelará los grandes misterios de la vida, quedando marcado para siempre en su memoria. La naturaleza está presente en su obra de modo constante, pero no se trata de la naturaleza estilizada o irreal, tan de moda en aquellos años, sino de una naturaleza real y viva.
Incluso las imágenes que utiliza, son tomadas también muchas veces del mundo natural: sus heridas son cuchillos, puñales, arados que se le van clavando en las entrañas; el barro aparece identificado con su triste destino, el buey y el toro (con el que se identifica en inolvidables sonetos) contrapuestos simbólicamente, la pena que es cardo, zarza, la sangre como potencia vital y como destino fatídico que lo arrastra hacia la muerte.
También trata un tema que hasta él nadie se había atrevido a introducir en la poesía:
El vientre de la esposa, que adquiere para el poeta dimensiones casi míticas, como punto en que se funden dos seres en uno
Menos tu vientre
todo es confuso.
Menos tu vientre
todo es oscuro,
menos tu vientre
claro y profundo.
Así, al encarnarse las ideas y sentimientos en objetos de la vida campestre, se humanizan las metáforas y se hacen mucho más expresivas, consiguiendo salir del cerco gongorino en el que comenzó su andadura. Ni siquiera el surrealismo fue intenso en su obra, porque se le sobrepone siempre la realidad teñida de sangre, de lluvia, de sudor, de tierra...
Su primer viaje a la capital, con ahorros conseguidos con dificultad, le pone en contacto con la poesía “aséptica” y gongorina que componían los miembros del Grupo Poético del 27.
El contacto con Góngora le supone un gran esfuerzo por superar su rudeza y perfeccionar su técnica. De aquí brota su primera obra “Perito en lunas”, muy influida por la moda del momento, pero con una rica inspiración basada en la vida de pastor del autor.
Por entonces su sentimiento religioso va a entrar en crisis, por influjo sobre todo de su amigo Pablo Neruda, llegando a decir con cierta tristeza que “se le había olvidado Dios”, ya que identificaba a la Iglesia con el capital y la explotación.
Sin embargo él vivió en un medio religioso, habiendo recibido una educación cristiana en los jesuitas, y sus amigos eran buenos católicos, en especial Ramón Sijé.
Sin embargo, al llegar al tema de la muerte, no busca solución en un mundo trascendente, sino que el poeta parece superar a la muerte con el amor, que alcanza proyecciones cósmicas en el hijo, quien perpetuará a los padres hasta la eternidad.
En 1934 surge una persona en su vida que lo acompañará más allá de la muerte, Josefina Manresa, que será su esposa, su compañera, y la inspiración desbordante de su mejor poesía. Hubo un período de distanciamiento, cuando Miguel se siente deslumbrado por la cultura y la madurez de la pintora Maruja Mallo cuando está en Madrid, pero pronto reanudó su relación con Josefina hasta el final.
Estalla la guerra civil, y Miguel se pone de parte del bando republicano sin dudarlo.
En el mismo año 1936 aparece su libro principal, “El rayo que no cesa”, en el que vemos una problemática existencial que no le abandonará nunca. Su vida, a la que se agarraba con desesperación, aparece trágicamente amenazada, a veces por un “carnívoro cuchillo”, otras por un “rayo incesante”; se trata de una amenaza indefinida que pende sobre su persona constantemente.
Al año siguiente publica “Vientos del pueblo”, obra capital en la que su voz resuena enérgica, firme y apasionada defendiendo los ideales por los que lucha.
Le seguirá “El hombre acecha”, obra en la que sólo hay ya lamento y dolor. Se ha extinguido todo vestigio de retoricismo, y se intuye el desenlace negativo de la guerra. El poeta se siente cansado, y siente que el odio es, en el fondo, el que se ha adueñado de todo.
La misma guerra, que antes era vista con entusiasmo y canciones, se ha vuelto tragedia: heridas, hospitales, hambre, odio, cárceles...
Son tristes años para el matrimonio: en diciembre nace su primer hijo, y en octubre del 38 muere; el trágico suceso desgarrará al poeta, lo mismo que antes lo había llenado de felicidad. Un nuevo hijo, nacido en enero del 39, le hará recuperar la alegría.
Al acabar la guerra es detenido en la frontera portuguesa por ir sin documentación; y cuando lo ponen en libertad comete el error de no salir de España, sino que vuelve a Orihuela a ver a su familia, y es detenido y condenado a muerte; conmutada la pena por treinta años de prisión, comienza un doloroso peregrinar por varias cárceles (Madrid, Palencia, Ocaña, Alicante), que él humorísticamente llamaba “hacer turismo” en una carta a Josefina.
En septiembre del 39 escribe a su esposa: “El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí, y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. Para que lo consuele te mando estas coplillas que le he hecho, ya que para mí, no hay otro quehacer que escribiros a vosotros, o desesperarme” (Se refiere a la trágica canción de cuna titulada “Las Nanas de la cebolla”, y al “Cancionero y Romancero de ausencias”).
Las cartas que escribe desde la cárcel, en papel higiénico o metidas en el recipiente de la leche, piden desesperadamente alimentos, inyecciones, leche o algodón, porque le curaban las heridas con trapos sucios.
“¿Qué hice –se pregunta-, para que pusieran en mi vida tanta cárcel?” Pero se siente libre interiormente, indomable:
“Cierra las puertas, carcelero, echa la aldaba.
Ata duro a ese hombre, no le atarás el alma”.
En 1941, muy enfermo ya de tuberculosis, se le opera sin resultados. En una de las últimas visitas, Josefina acude sin el niño y él, con lágrimas en los ojos, se lo recrimina.
Pocos días después fallecía: el 28 de marzo, cuando su mujer lo fue a visitar y le llevaba algo de comer, le dicen que su marido había fallecido; ella no preguntó nada, se dio la vuelta en silencio porque lo iba presintiendo...
Entradas relacionadas en nuestro blog
Josefina Manresa
Sección para "Curiosón" de Beatriz Quintana Jato.