Revista Cine
Hay algo terso en estos relatos de Miguel Sanfeliu, algo que es a la vez vibrante, profundo y sincero. Porque el autor de estas historias ha paseado su mirada, profundamente humana y serena, a su alrededor y nos ha contado con mucha y buena literatura qué ha visto y qué ha sentido en este interesante trayecto. Sanfeliu no pretende ganarnos narrándonos horrores desde dentro del horror y con palabras moteadas de horrores: la vida cotidiana no los muestra así, no los horrores que queman a fuego lento, no los horrores que destruyen desde dentro. Se nos habla en estos relatos de la eutanasia, de la muerte temprana, de los silencios que abruman a las parejas, del miedo de los padres ante una hija agresiva, de la lejanía con que vemos a los que viven en el mismo edificio que nosotros, de un asesino múltilple que dispara contra los clientes de un restaurante. Y se nos cuenta que son personas que tienen a seres que los quieren o se han cansado de ellos, o los odian habiéndolos amado antes, o los recuerdan con un dolor más intenso que cualquier otro dolor. Y se nos cuenta sin alzar la voz, sin proferir gritos vacuos y de alcance únicamente pasajero, sin montar un espectáculo vano que se olvida conforme se disipan el ruido y el humo. Sanfeliu quiere y consigue que seamos no testigos, algo a lo que ya nos han acostumbrado en demasía el cine y la televisión, sino partícipes. Para eso elige muy bien el punto de vista de cada narración, se decanta por mostrarnos a los vivos, a los que quedan, a los que sufren cerca de los causantes y de los protagonistas del mal, o cerca de las víctimas. Costaría poco achacarle que no se moja lo suficiente, que no quiere pringarse Sanfeliu en lo que cuenta, y sería un error, porque Sanfeliu huye del morbo, escapa con atino siempre del escenario vacío y de cartón piedra para dar un paso atrás y mirar con mejor perspectiva. No engaña, pues, no cae en el vicio de la mirada profanadora o utilitaria, la de tantos escritores de relatos cruentos y estúpidamente morbosos. A Sanfeliu le interesa el hombre de la calle, el que somos todos, en el que todos podemos vernos -algo pacato y descorazonado, elusivo y sin grandes pasiones movilizadoras-, y a una cierta ingenuidad en la plasmación de ese personaje tan reconocible opone una limpieza de sentimientos y una nobleza expositiva que desarma y te deja con las puertas de la percepción generosamente abiertas. Así entiendo relatos como Dolor, magnífico, subyugante, realista y emotivo con emociones sinceras, una pieza de autor de raza, de narrador puro (algo que echo en falta cada vez más, pues encuentro a demasiados autores repetitivos, atentos al mercado y sus cuitas, a la sanción editorial y no a la expresión pura de su talento), claro y directo, con mucha preparación lectora detrás, con muchas sabias conquistas lectoras detrás. La muerta, tan sencillo, tan nimio al primer vistazo, es otro relato de un destilado notable, sin retórica y sin mentira, ejemplar. Y La cara de Marte, La niña, Los pequeños placeres, Urgencia, Remordimiento o La morgue son otros tantos ejemplos de lo que este buen autor sabe decir en esa voz baja, susurrante, sin alteraciones, compasiva y tierna que tanto abunda en la producción literaria de Sanfeliu -visible en su excelente blog- y corrobora que estamos ante un creador fiel a sus ideas, a sus obsesiones, a su amplio compromiso con la sociedad de su tiempo, en definitiva, con sus verdades, con sus celebrables obsesiones que nos ayudan a abrir un poquito más los ojos ante lo que vemos y a percibir un poco mejor lo que en manos de otros solo es gacetilla, relato despachado al gusto de la moda, meditación retrillada, alimento para mentes quietas. No quiere mentes quietas Sanfeliu y Los pequeños placeres ha supuesto para mí ratos de reconocimiento, sí, y también de pausa al borde del camino, replanteamiento y renovación. ¿A qué más puede aspirar un escritor que ama la literatura y los libros que publica? ¿ O debería decir a qué menos debe aspirar?