(JCR)
Cuando viajo por estas carreteras del Este de la República Democrática del Congo, una de las visiones que me hace sentirme más orgulloso de ser español es la de carteles que anuncian hospitales o dispensarios construidas con fondos de la Agencia Española de Cooperación al Desarrollo (AECID). Mira por donde, me digo, ya era hora de que ademas de conocernos por nuestra selección de fútbol sepan que España ha intentado hacer algo para que la gente en este país – el más pobre del mundo según el ultimo Indice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas – pueda tener un acceso más decente a la sanidad.
Mucho me temo que esto se acabó, al menos en buena medida. En el Congo, en Guatemala y en la Cochinchina. Y me da pena, porque con los fondos de la AECID y de otros organismos como Comunidades Autónomas y Ayuntamientos se han conseguido muchas cosas que merecen la pena. No me refiero a los fondos que muchas veces se entregan a gobiernos corruptos y que sólo sirven para comprar favores como alianzas políticas, acoso policial a los inmigrantes en los lugares desde donde pretenden salir o trato de favor a empresas españolas. No. Hablo de fondos bien empleados –que los hay- y que producen resultados como más niños escolarizados, más madres con acceso a una sanidad decente durante el embarazo, más personas con acceso al agua potable y más respeto hacia los derechos humanos en arrabales mundiales de conflicto y de tiranía.
Me lo suponía y no me ha extrañado nada. Uno de los primeros lugares donde el nuevo gobierno del PP ha metido la tijera ha sido en Cooperación Internacional. Empezamos el año mariano con mil millones menos, que se suman – o más bien se restan – a los 600 millones de euros que el anterior gobierno de Zapatero recortó de esta partida, a pesar –como sabemos – de las repetidas promesas en años anteriores de que no reducirían el gasto para ayudar a los países más pobres. Y por supuesto que la meta de llegar al tan cacareado 0'7% se queda ya en un sueño lejano que nadie en España, excepto cuatro locos interesados en el Sur del mundo, se plantea ya alcanzar ni remotamente. Se entiende muy bien que, de manera muy pragmática, la nueva administración haya empezado por reducir gastos en un campo sobre el que muy poca gente esta interesada y sobre el que casi nadie va a quejarse. A diferencia de reducir presupuestos en, por ejemplo, las pensiones o la sanidad publica, hacerlo en la ayuda al Tercer Mundo suscita muy poco descontento social, o casi ninguno.
« Es que como vamos a dar a los de fuera si no hay para los que estamos dentro », he oído a bastantes personas decir al comentar este punto. Desde luego, el argumento –así planteado – tiene su lógica y convence en tiempos marcados por la crisis económica en los que mas de un 20% de los españoles están – estamos – en el paro con toda la incertidumbre que eso trae consigo. La cuestión está en que si aceptamos este principio de « primero, que haya suficiente para los de dentro » surgirá entonces la cuestión de saber cuando se alcanza el baremo considerado como « suficiente » para poder empezar a dar a los demás, algo que dependerá de la interpretación de quien tenga el poder para decidir dónde y cuándo se aplica la tijera presupuestaria.
Sin negar la seriedad de la crisis económica que se vive en España y el sufrimiento que causa en millones de ciudadanos, quien no haya vivido desde dentro la realidad de los países más pobres del mundo es muy difícil que pueda entender el abismo que existe entre vivir una crisis económica en España y vivir la misma realidad en, por ejemplo, la mayor parte de los países africanos. Desde el año pasado trabajo en un proyecto en Goma con personas desplazadas que suelen comer una vez cada dos días, en torno al 10% de los niños mueren antes de cumplir los cinco años, y la esperanza de vida anda en torno a los 44 años. Si para nosotros el zarpazo de la crisis nos pone difícil llegar a fin de mes, aquí la crisis –la que han vivido siempre- quiere decir no poder llegar a fin de día.
Pero yo iría mas allá. Me parece que el dar la espalda a los países pobres y reducir drásticamente las ayudas en nombre de atender « primero a los de casa » es, después de todo, la consecuencia cultural de habernos cargado durante las ultimas décadas el concepto de caridad y haberla sustituido por esa palabra tan políticamente correcta como es « solidaridad ». Pocas palabras han sido tan ultrajadas y condenadas al rincón del olvido como « caridad », tal vez por su contenido religioso y también por haber abusado de ella en épocas anteriores como una tapadera para la falta de justicia social. En su lugar, se propuso una « solidaridad » pero prescindiendo de su significado etimológico profundo : el de « soldar », unirse a quien sufre y compartir su misma suerte, y dándole un aire mas « light », como corresponde con la cultura de nuestro tiempo que desconfía de los grandes valores. El deportista que está forrado de millones pero que posa para UNICEF es solidario, el ayuntamiento de un centro turístico de élite que dona mil euros a una ONG (y que tarda un año en hacer el ingreso) es solidario y hasta quien compra un bolígrafo o una pulsera por uno o dos euros para no se qué campana pija es solidario.
Es una pena, porque si no hubiéramos perdido de vista el concepto de « caridad » habría calado en nosotros su verdadero significado. De niño me ensenaron que la caridad (Caritas, en latín, amor desinteresado hacia el otro) no consiste en dar de lo que nos sobra, sino en compartir con otros más necesitados que nosotros lo que nos hace falta a nosotros mismos. Y aquí esta el quid de la cuestión. Si desterramos la caridad de nuestro horizonte cultural, entonces veremos como la cosa más normal del mundo el esperar a que nos sobre antes de dar a quien esta mas necesitado que nosotros. Y por lo tanto, recortar las ayudas a los países más pobres se vera como una medida normal y necesaria ante la que nadie protestará. Y si esos recortes hacen que a partir de este año haya más millones de personas en los países pobres que tengan menos acceso a la educación, la sanidad o el agua potable, como son personas « de fuera » en España se vera como la cosa mas normal del mundo, o incluso nos traerá sin cuidado. Mucho me temo que a partir de este año cuando viaje por el Congo tendré que volver al triste orgullo –efímero y superficial – de decir que soy ciudadano del país de la Roja.