Llueve. Es difícil saber si ha amanecido. El agua forma ríos que cruzan la carretera de través, con la prisa de las corrientes furtivas. Tres ciclistas avanzan hacia la capital. En el punto más elevado del camino, la niebla se cierra y apenas pueden verse, pero no se detienen. Cada automóvil que les adelanta arroja sobre ellos una amenaza compuesta con el ruido del motor, el estruendo del aire que se rompe y la lluvia que se aparta a su paso.
En la capital hace un frío rabioso. Los ciclistas tiritan mientras esperan lo que han ido a buscar, confundidos entre una pequeña muchedumbre. Aplauden cuando los discursos terminan. Tal vez porque aprueban lo que acaban de oír. Tal vez para calentar las manos. Tal vez por una combinación de ambos motivos. A la salida de la ciudad, oyen el sonido de una bocina. En el asiento derecho del coche que llega a su altura viaja el compañero que sobrevivió al accidente y que, pese a todo, seguirá siendo ciclista. Les saluda con una sonrisa llena de luz. La lluvia se detiene y comienza a soplar un viento suave que viene del norte y seca las ropas.
El camino de vuelta es una tediosa sucesión de repechos. Los automóviles pasan cada vez con más prisa. Los tres ciclistas avanzan cada vez con más fatiga. De una casa al pie de la carretera sale una mujer joven cargando con dos grandes aros de alambre recubiertos de espuma verde, de la que sirve de base para arreglos vegetales. Es una chica alta, morena y bien proporcionada. Lleva un mandilón de poliéster con estampado de cuadros vichy en tonos grises. El que va en cabeza le saluda con una mano y obtiene por resupesta un destello de azabache. El viento se detiene. Los tres continúan la marcha sin saber qué vestido dará la joven de los ojos negros a los grandes aros de alambre: coronas de flores para los que se han ido, o de laurel para los que resisten.
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