A diferencia de otros discos históricos, a los que la industria cultural amenaza con seguir exprimiendo sin piedad, "A Love Supreme" no parece alentar reediciones con perlas encontradas, por la sencilla razón de que se grabó en un solo día, el 9 de diciembre de 1964. (Las tomas con el sexteto son del día siguiente, pero no estaba en los planes de Coltrane incluirlas en el disco original). Poco ensayo, pocas tomas, pocas cintas: joya de una sola pieza. Todo sucedió en una jornada en los estudios de Rudy Van Gelder, a minutos en tren de Manhattan. Si bien esto no es particularmente excepcional en la lógica del jazz, lo que sí resulta excepcional es el nivel de intensidad que el cuarteto logró en una sala de grabación. De hecho, se trata del único disco en estudio de Coltrane que bien puede competir con sus increíbles álbumes en vivo.
Para mí lo notable en John Coltrane, es la incesante búsqueda de un horizonte sonoro diferente y de un misticismo progresivo que se profundizó a partir de “A Love Supreme”. Aquí, en esta obra, se conjuga una serie de elementos que la hacen novedosa y accesible al gran público: música de trance, de ritmo hipnótico, armonías estáticas y líneas melódicas envolventes, que evolucionan como una espiral hacia la catarsis. El impacto que causó fué notable. A partir de allí músicos de todo el mundo comenzaron a explorar su propia manera de improvisar y de crear música espontánea alejándose de la imitación del jazz americano. Hizo posible la aparición de exploradores e innovadores de la técnica del saxofón como Evan Parker y tantos otros, influidos directamente por lo que escucharon en Coltrane. Lo que me parece significativo es que su legado más importante: la búsqueda, es lo que menos se le reconoce actualmente.Pablo Ledesma
Teatro Olympia de París, 21 de marzo de 1960. El quinteto de Miles Davis tiene en vilo al público francés, que saldrá de ahí arrebatado, dispuesto a prolongar en palabras la emoción propinada por el concierto. ¿Por qué no en alguno de esos bristó parisinos que tan bien se entienden con el jazz en blanco y negro de los años 50? Nada puede empañar aquella noche, salvo una cosa: los solos interminables del saxofonista John Coltrane.Sergio Pujol
¿Por qué Miles, príncipe de los silencios, lo tiene ahí? Al principio, la química entre ambos dio resultados exquisitos, una serie de LPs cuyos lomos sobresalen del armario, prestos a dar otra vuelta. ¿Quién puede sustraerse al terso encanto de “Round Midnight” o el grácil tintineo de “If I Were a Bell”? Pero últimamente, después del soberbio Kind Of Blue, aquel entendimiento ya no es el mismo. Así las cosas, cuando en el Olympia el grupo encare “Bye Bye Blues” y llegue el turno de su saxo tenor, un murmullo sucederá al silencio, y una masa irregular de silbidos, al murmullo. Increíble. Los fans de Coltrane, que obviamente los tiene, intentarán tapar el abucheo con un aplauso justiciero. De pronto, una cacofonía de platea mantiene un forzado contrapunto con el saxofonista díscolo, que sigue tocando como si nada, salvo la música, sucediera a su alrededor. La dramática escena constituye un punto clave en las vidas artísticas de Miles y Coltrane. Despechado, el trompetista deberá aceptar que su saxo estrella ya no quiere estar a su lado. Han dejado de necesitarse mutuamente.
¿Qué cosa irritó aquella noche a la mitad más uno del Olympia? La extensión del solo de Coltrane, por cierto. Pero también el golpe de timón de un improvisador decidido a llevar a su audiencia a una zona desconocida, sin garantías de regreso. Si al principio su intervención sonó arrebatada pero no ajena a la línea melódica, gradualmente las cosas se fueron enrareciendo hasta que la canción quedó prácticamente deshecha. Frente al lirismo reservado e inteligente de Miles, Coltrane parecía un salvaje sorpresivamente dotado de una técnica extraordinaria.
Entre aquel complicado concierto, uno de los últimos de la dupla Davis-Coltrane, y el boom de A Love Supreme transcurrieron cuatro años y pico. Tiempo de despegue del saxofonista. Ya desvinculado del grupo que le había brindado una primera fama, Coltrane fundó su propio cuarteto con el pianista McCoy Tyner, el baterista Elvin Jones y el contrabajista Jimi Garrison. Eran cuatro energúmenos. McCoy combinaba como nadie tríadas con cuartas, en un estilo punzante y a la vez armónicamente sofisticado. Garrison era un contrabajista de gran libertad, capaz de marcar rumbo en varios temas, como un solista más. Y Elvin Jones… nadie mejor que Jones para seguir al solista a todas partes, a veces, incluso, copándole la parada. En sus manos, la batería era un torbellino de pulsaciones; nunca antes ese instrumento había pasado al frente con tanta resolución.
Es comprensible que Coltrane se entusiasmara con esos músicos jóvenes y arrogantes. Con ellos podía extender sus improvisaciones a piacere, sin generar decepciones (Nadie estaría obligado a ir a sus conciertos ni a comprar sus discos; ya no sería ladero de nadie). Sin embargo, el cuarteto tardó un tiempo en labrar su liderazgo artístico. Brillante y proteico, incluso extremo en su manera de someter los standards a las más altas temperaturas – acaso el ejemplo más feliz de esto sea “My Favorite Things”, que pasó de tierno vals de La novicia rebelde a tour de forcé del jazz modal-, aquel Coltrane emancipado no sonaba tan osado como Ornette Coleman, el padre indiscutido del free jazz, y difícilmente alcanzaba las cotas de swing de su rival Sony Rollins. Podría decirse que, por más omnipresente que fuera su nombre en el mundo del jazz, sólo a partir de la grabación de A Love Supreme Coltrane sentó las bases de su mito imperecedero. Fue entonces que se consagró como un auténtico vanguardista. Un innovador. O para decirlo en términos de historia cultural: un artista capaz de mirar a su época de frente.
Poco después del accidentado concierto en el Olympia, el nombre de John Coltrane ascendió a un primerísimo plano. Fue considerado uno de los tres grandes saxofonistas tenores del momento (los otros dos eran Stan Getz y Sony Rollins). En 1961, el influyente John Wilson escribió un elogio irrestricto en el New York Times. Ese año, las actuaciones del creador de “Naima” en el Village Vanguard de Nueva York figuraron entre las grandes noticias del mundo del jazz, y dos años más tarde Coltrane debutó en el sello Impulse! con Africa/Brass. Acto seguido se mandó la friolera de tres discos estupendos: uno de baladas, otro con el cantante Johnny Hartman y una colaboración histórica con Duke Ellington.
Así como en los conciertos necesitaba tiempo para desarrollar sus solos, Coltrane también buscaba la tranquilidad de un sello que lo dejará trabajar en libertad. Agotada su etapa en Prestige, aceptó entonces pasarse a Impulse!, la creación de Bob Thele que no sólo renovó la música con su extraordinario catálogo sino también el arte de tapa (¡Esas carpetas dobles, esas fotografías, esas tipografías!). Si al promediar la década alguien creía que el jazz era cosa del pasado, bastaba con regalarle cualquier título de Impulse! para que rápidamente cambiara su opinión. Fue allí, en esa casa grabadora y en esa época tan confiada en el futuro, que el tímido y poco sociable John Coltrane se convirtió en un fenómeno cultural. Y comercial, aunque parezca mentira. Sólo Miles, ahora al frente de otro quinteto tan renovador como el primero, podía emparejarlo en fama y prestigio.
A lo largo de 1965 A Love Supreme fue candidato a dos Grammys –finalmente el de composición se lo llevó Lalo Schifrin, por su obra, también religiosa, Jazz Suite on the Mass Text - y fue disco del año según los lectores de la revista Down Beat. Con el tiempo, el álbum llegó a vender medio millón de unidades, cifra modesta en comparación con las que facturaría Help! de Los Beatles –el otro acontecimiento del 65–, pero más que interesante para el siempre acotado mercado del jazz. Coltrane murió en 1967, a los 41 años, mientras profundizaba en el lenguaje del free-jazz y empezaba a vislumbrar nuevos horizontes musicales. Si bien su obra completa, que se extiende entre el bebop y la improvisación libre, ocupa un lugar destacado en el inventario del jazz grabado, A Love Supreme no tiene parangón. Nada de lo que había hecho antes ni de lo que haría en los últimos vertiginosos dos años de su vida pudo compararse al hito del 64/65.
Si resulta relativamente fácil entender el desagrado que las desbordantes improvisaciones del saxofonista generaban entre el viejo público de Miles Davis, no es tan simple sintetizar las razones por las cuales un disco devocional de cuatro temas, que sólo se puede escuchar en actitud concentrada, en lo posible en soledad – sólo un disfuncional padre de familia se permitiría someter a sus seres queridos a un cotidiano tan intensamente musicalizado–, terminó convirtiéndose en un best-seller de la música aun llamada “popular”. Aquí podemos, una vez más, alegar a favor de un tiempo expectante de sus propias utopías. Así se armaba el canon en aquellos días: con música “difícil”, larga, idealista en un sentido ético, ambiciosa e inconformista desde una perspectiva estética. Indudablemente, la recepción del disco más allá del ámbito jazzístico –en este, fueron incalculables los seguidores, algunos muy originales, como Gato Barbieri, Michael Brecker y más recientemente Brandford Marsalis– fue un factor decisivo para su amplia legitimación. Que Carlos Santana, Frank Zappa, The Byrds o Grateful Dead lo tuvieran entre sus discos preferidos habla de una influencia persistente en la cultura rock, antes incluso de que se hablara del jazz-rock.