(JCR)
“¡Ah! ¿Pero tú no eras musulmán?” Confieso que durante el último año de mi vida he oído esta pregunta, dirigida a mi, bastantes veces. Compañeros de trabajo en Bangui, vecinos del barrio donde vivo o personas con las que realizamos distintas actividades un buen día, a menudo cuando les digo que nos vemos el domingo “a la salida de misa”, se sorprenden al descubrir que soy católico. La verdad es que me extraña poco, y tengo que decir que hasta me agrada.
Debe de ser porque casi todos los días paso un buena parte de mi tiempo en el barrio de mayoría musulmana conocido como el Kilómetro Cinco. Allí acudo a reuniones con el comité local de paz, encuentro a representantes de milicias para animarles a que se integren en programas de desarme o para intentar serenar los ánimos cuando hay tensiones. Me ocupo tmbién de seguir proyectos de cohesión social y facilito sesiones de diálogo para que los musulmanes desplazados puedan regresar a sus antiguos hogares en otros barrios donde durante los últimos años se realizó una verdadera limpieza étnico-religiosa. Y para no aburrirme, muchos sábados por la mañana participo en actividades de limpieza comunitaria organizada por los jefes de barrio.
Uno de los logros que me ha emocionado más durante los últimos meses fue la reapertura de la mezquita del barrio de Mali Maka, en el vecino distrito quinto, donde durante años ningún musulmán podía poner el pie sin sufrir un serio riesgo de ser agredido. Desde aquella fecha, el día de la fiesta del fin del Ramadán, un grupito de musulmanes reza regularmente todos los viernes en el terreno donde un día se erigió su lugar de culto, destruido en enero de 2014. Y lo más llamativo del caso es que son los antiguos milicianos anti-balaka que viven en el barrio los que vigilan para que nadie dañe la estructura provisional levantada con tablones y lonas que ahora hace las veces de mezquita. El año pasado, también tras muchos meses de negociaciones y de diálogo, conseguimos tmbién que los musulmanes del Kilómetro Cinco pudieran utilizar de nuevo su cementerio, situado a la salida del barrio cristiano de Boeing, donde durante más de dos años no pudieron acceder por miedo a represalias.
Uno de los signos de normalización en un lugar en conflicto, como es el caso de la República Centroafricana, es la libre circulación de personas que durante mucho tiempo no han podido pasar por ciertos barrios considerados como “zonas rojas” por el peligro que acechaba a las personas consideradas como enemigos. En Centroáfrica, por mucho que se quiera negar la realidad, el conflicto que se desarrolla desde finales de 2012 tiene tintes inter-confesionales, entre musulmanes y cristianos, y todo lo que sea facilitar la convivencia, el diálogo y el trabajo juntos entre miembros de ambas religiones es avanzar en dirección a la paz. En Bangui, desde hace cerca de un año, a pesar de altibajos las cosas van en la buena dirección, pero en la mayor parte del territorio centroafricana las milicias -de la Seleka de mayoría musulmana o de la nebulosa anti-balaka- imponen su ley y las comunidades se matan, se miran con gran desconfianza y siguen la lógica del odio que amenaza incluso con precipitarse por la pendiente del genocidio.
Centroáfrica es uno de los muchos lugares del mundo donde cristianos y musulmanes tienen ante si el desafío de vivir juntos en paz superando prejuicios. Llegar a esta meta supone dar pasos por parte de ambos bandos, encontrarse, aceptarse, reconocer lo que “los otros” tienen de valioso, perdonarse cuando nos hemos hecho daño y empeñarse en realizar acciones para aceptarse mutuamente. Lo dijo el Papa Francisco durante su visita a la Mezquita Central de Bangui en noviembre de 2015, cuando aún humeaban miles de casas de barrios vecinos destruidas por la violencia ciega y los deseos de venganza de las milicias muy pocos días antes: “cristianos y musulmanes somos hermanos y debemos tratarnos como tales”.
Durante los últimos días, en los que tras los atentados terroristas de Barcelona y Cambrils se ha desatado en España un alud de mensajes -algunos incluso de muy mal gusto- que alimentan el odio y los prejuicios y que circulan por redes sociales, en algunos medios de comunicación y ¡ay! hasta en algún que otro púlpito, me encuentro hoy con la foto del abrazo de los padres del pequeño de Rubí fallecido en el atentado de Barcelona con el Imán de su localidad y me rindo ante la capacidad que siempre tienen tantos seres humanos extraordinarios de responder con el amor y la cordura al odio irracional. Me he entretenido en repasar mi archivo fotográfico de fotos tomadas en barrios de Bangui durante los dos últimos años y he encontrado decenas de imágenes similares que demuestran que ante la barbarie, siempre hay personas dispuestas a demostrar que es posible vivir juntos en paz y conocernos mejor.
He encontrado fotos de cristianos y musulmanes que acababan de volver de campos de desplazados y trabajan juntos para reconstruir sus precarias viviendas, estampas de líderes religiosos de ambas confesiones que dan ejemplo de trabajar al unísono, milicianos que han combatido en bandos distintos y que durante años se han enfrentado para matarse, que participan en un acto por la paz y se abrazan, mujeres cristianas y musulmanes que -tras varios años sin verse- regresan al mismo mercado y lloran juntas al encontrarse...
Cristianos y musulmanes que se reconocen somos hermanos y se tratan como tales. En Centroáfrica, en el resto del continente en Oriente Medio, en España y en todo el mundo. No hay otro camino hacia la paz.