Revista África

Millones de personas en África están perdiendo sus tierras

Por En Clave De África

(JCR)
Durante los últimos meses, se ha expulsado de sus tierras a más de 20.000 personas en los distritos de Mubende y Kiboga, en el Oeste de Uganda. El gobierno se las ha vendido a la compañía británica New Forests company (NFC) para plantar árboles a gran Imagen1escala para uso comercial. Casos como éste se multiplican hoy en infinidad de países pobres, especialmente en África. Lo acaba de denunciar Oxfam en un informe titulado “El escándalo de la nueva oleada de inversiones en tierras ( “Land and Power: The growing scandal surrounding the new wave of investments in land,” que analiza este problema del acaparamiento de tierras.

“Las personas expulsadas de sus tierras están desesperadas”, dice el citado documento, que dice además en el caso de Uganda que “en bastantes casos las personas expulsadas de sus tierras fueron tratadas de forma violenta y se destruyeron sus tierras, propiedades y ganados”. Curiosamente, y según leo en la prensa de Uganda de estos días, la compañía NFC se ha quejado del informe de Oxfam, del que dicen que “les perjudica” y se defienden afirmando que los “reasentamientos” (elegante manera de referirse a una expulsión brutal de 20.000 personas de sus tierras y sus hogares) fueron “legales, voluntarios y pacíficos”, extremo este que Oxfam niega alegando que a los habitantes de estas tierras ni se les consultó ni mucho menos se les indemnizó.

Casos como estos están lejos de ser una pura anécdota. Desde hace pocos años compañías extranjeras, sobre todo de países árabes, asiáticos y europeos, se han lanzado a una carrera acelerada de adquisición de tierras a gran escala por medio de compras o de arrendamientos durante periodos largos. Su finalidad es producir alimentos, sobre todo cereales, o bio-combustibles. Según el Banco Mundial, sólo en 2009 se vendieron en África 45 millones de hectáreas (equivalente a la superficie de Alemania y Austria juntas). Una cantidad desorbitada, si se tiene en cuenta que durante toda la década de los 90 apenas se vendieron en África 4 millones de hectáreas.

Es curioso que algunas políticas diseñadas en la Unión Europea como ecológicas están favoreciendo este abuso. En Europa se legisla que el 10% de los combustibles deben haber sido producidos por medios agrícolas, generalmente utilizando aceite de palma o de otros árboles aptos para elaborar estos carburantes. EL problema es que para cultivar estos arbolitos no se suelen utilizar terrenos de España o de Alemania, sino de algún país africano o asiático donde sus propios campesinos están desesperados por producir alimentos y tienen escasez de tierra, pero como en Europa queremos ser muy ecológicos eso está por encima de todo, aunque sea a costa de perjudicar a personas vulnerables de otros continentes.

Al menos la mitad de los países de África están involucrados en estos tratos y la tendencia se acelera. Ya el año pasado advertía la FAO que en el continente africano tiene lugar el 70 por ciento de estas transacciones. El problema es que en esto sucede en un continente donde algo más de 600 millones de personas sufren hambre crónica. “Los países africanos están perdiendo el control sobre su seguridad alimentaria en el momento en que más lo necesitan”, decía hace poco el número dos de la FAO, David Hallam. Su director, el senegalés Jacques Diouf, hace tres años fue más explícito al calificar este fenómeno como “un nuevo sistema neocolonialista”.

Las compañías que se dedican a este negocio proceden, en su mayoría, de los siguientes países: Arabia Saudira, Qatar, Emiratos Árabes, Kuwait , China, Japón, Corea del Sur, India, Libia y Egipto. A ellos hay que sumar compañías europeas dedicadas a la producción de bio-combustibles. Las cosas funcionan así: Japón, por ejemplo, tiene 130 millones de habitantes pero apenas tiene espacio disponible en su territorio para cultivar arroz para todos ellos. Para solucionar esto una compañía japonesa acude al gobierno de un país africano, le ofrece cualquier proyecto de infraestructura a cambio de varios miles de hectáreas de terreno, allí cultivan enormes cantidades del cereal y una vez producida la cosecha la transportan al país del sol naciente para consumo de sus ciudadanos.

Si esa misma compañía quisiera hacer esto mismo en un país europeo, tendría que negociar directamente con el agricultor dueño de las tierras y podría encontrarse con que no está dispuesto a entrar en este negocio, o tal vez lo haría a cambio de mucho dinero. En África no existe esta dificultad, porque la propiedad de la tierra se basa en el acuerdo oral y la costumbre y hay una debilidad legal por falta de documentos. A menudo los Estados africanos llevan adelante estos acuerdos con un gran secretismo y sin consultar a las comunidades afectadas. Los pequeños agricultores se encuentran con los hechos consumados cuando ya es demasiado tarde.

En África hay otra ventaja para estas compañías: sus sociedades civiles están aún poco desarrolladas y no suele haber protestas populares ante estos abusos. Pero no siempre. Cuando el gobierno de Madagascar intentó ceder 1.300.000 hectáreas de terrenos a la compañía surcoreana Daewoo en 2008, las revueltas populares que se produjeron provocaron la caída del régimen. Y en diciembre de 2009, las protestas callejeras en varias ciudades de Mozambique por la subida de los precios de productos esenciales preocuparon tanto al gobierno que éste acabó por anular un contrato que acababa de firmar con la compañía británica Procana, que estaba lista para empezar a producir etanol en una plantación de 30.000 hectáreas de caña de azúcar en Massingir, en la provincia sureña de Gaza.

Para África, las consecuencias son desastrosas. No se trata sólo de que infinidad de campesinos estén perdiendo sus tierras, sino que con frecuencia pierden también el acceso al agua de los ríos donde sus padres y sus abuelos acudían para regar sus cultivos. Además, los puestos de trabajo prometidos no llegan, porque los latifundistas extranjeros utilizan maquinaria agrícola que hace innecesario emplear a un gran número de trabajadores. Sin tierras y sin trabajo, los nuevos desposeídos acaban viviendo en algún arrabal miserable. Privados de una tierra ancestral que tiene valor emocional para ellos- está perdiendo sus valores tradicionales. Además, dado que el interés de la agricultura comercial es aumentar la producción de forma ilimitada y obtener el mayor beneficio posible, las nuevas compañías usan enormes cantidades de pesticidas y fertilizantes que terminan por destruir los suelos de cultivo e incluso por envenenar las aguas de la que dependen las poblaciones que viven en estos territorios. Los daños ecológicos son, a menudo, irreparables.


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