La primera explotó en un concurrido parque del centro de la ciudad, en la zona de los columpios infantiles. Estaba enterrada junto al pie del tobogán pequeño, e hizo saltar por los aires a Nicolás, que se volatilizó a la altura de las copas de los plátanos que rodean el área. Su madre, que sentada en un banco cercano discutía por el móvil con el padre del niño, confundió la explosión con el tubo de escape de una moto y maldijo a los jóvenes de hoy.
La segunda reventó a la hora del recreo, en el patio del colegio público Valle Inclán, en el preciso momento en el que los estudiantes de los seis cursos de primaria entraban a clase. Resulta difícil precisar cuál de los cuatro niños que murieron fue el que la pisó. Tres profesores de historia contemporánea volaron también por los aires cuando corrieron a socorrerles: el patio estaba sembrado de minas.
La tercera hizo saltar las alarmas de cientos de coches en el parking del Alcampo del Parque de las Naciones. Fue la familia López-Cano la que pasó por encima de ella con el carrito cargado de bolsas y la hizo explotar. Murieron sus cinco miembros, incluyendo a la abuela Asunción, que había venido a pasar una temporada con sus hijos porque andaba fastidiada de la tensión sanguínea, aunque a decir verdad ella hubiera preferido quedarse en el pueblo.
A las doce del mediodía habían explotado ya treinta y seis minas por toda la ciudad.
Los informativos no alcanzaban a cubrir los sucesos: entraban tarde las conexiones, los expertos, los testigos oculares, el desconcierto presidiendo la ceremonia del desastre.
A la una menos cuarto compareció un portavoz del gobierno para comunicar la macabra noticia. La ciudad estaba llena de minas. Miles de ellas habían sido colocadas por la noche, sin que nadie supiera por qué ni cómo. Protección Civil pedía a los ciudadanos que no abandonaran sus casas salvo en caso de extrema necesidad, y ni siquiera eso garantizaba la seguridad de la población, pues había quien se había levantado del sofá para ir a la cocina porque la angustia de la noticia había colocado un gusano en su estómago y no había visto el pequeño bulto metálico bajo la alfombra del salón que, al ser pisado, habría de quitarle para siempre el hambre.
Volaron taxis, perritos callejeros, y las ambulancias que acudían a auxiliar a los heridos. Volaron ancianos y niños, paseantes, mendigos y policías. Volaron sin saber qué pasaba. Vieron alejarse el suelo de pronto, con un estruendo que nunca escucharon porque sus tímpanos se fragmentaron al instante en mil tímpanos. Vieron volar sus piernas, alejarse de ellos como si fueran de otros. Intentaron atraparlas pero no pudieron. Se les escaparon como se les escapó la vida, sin ceremonia ni discursos.
La ciudad se llenó de cráteres, como otro luna.
En Sierra Leona, los informativos de la noche dieron la noticia brevemente, entre el tiempo y los deportes. A los ciudadanos les pareció una monstruosidad.
Luego abrieron un libro, cenaron con su familia, sacaron a pasear a sus perros.
“Minas”, de Fernando León de Aranoa en el libro Aquí yacen dragones (Seix Barral, 2013)