Nadie que haya seguido por televisión el impresionante rescate de los 33 mineros chilenos podrá decir que no se ha emocionado en algún momento. Y pocos fuimos, de ello estoy seguro, los que creíamos que aquella empresa llegaría a feliz término cuando se diseñó tiempo atrás. Que la operación de salvamento de esta gente se haya convertido en un circo mediático es algo que a casi nadie ha gustado. A los que se han lucrado con ello, evidentemente sí, claro está. Lo que sin duda no era fingimiento era el ímprobo esfuerzo de sus salvadores ni los sentidos abrazos a los familiares a la salida de la cápsula.
Mas lo importante es que el hombre ha servido para rescatar al hombre. Hoy, que tan poco se valoran términos como solidaridad y esfuerzo, aunque nos pasemos el día con ellos en la boca, el rescate de los 33 mineros ha constituido toda una lección al mundo. Una lección de los que estaban fuera, los rescatadores, pero también de los que permanecieron más de dos meses en el interior de una gruta, enterrados a unos 700 metros de profundidad. Me impresionó su disciplina y tesón, su educación y apego. Uno de ellos, el más jocoso, dijo al salir, sentado junto a su familia y frente a una cámara de televisión, una de las frases más redondas del post-rescate: “Lucharon Dios y el diablo y ganó Dios”. Ellos se agarraron a lo que aún tenían hasta en las mismas entrañas de la Tierra: su fe. Y salieron victoriosos. Verles cantar el himno nacional junto al presidente de la nación, me puso la piel de gallina [por cierto, que Piñera estuviera allí omnipresente me importa poco, pues al final se cumplió el objetivo]. No obstante, no hacía ni un día que aquí, en mi país, en presencia de su Rey, algunos vociferaban con insultos extemporáneos contra el presidente del Gobierno mientras se rendía un pretendido homenaje a los caídos por la Patria. Pero claro, ellos no debían de ser chilenos.