Revista Diario
Aunque lo había negado hasta la saciedad, tuve que admitirme finalmente lo que mi cerebro no estaba preparado aún para comprender.
Me gustaba.
No, peor. Me ponía a cien.
Su sonrisa amplia y su mirada luminosa, que hacía que mis entrañas se retorcieran del asco (o eso decía), me habían dejado en un estado que zigzagueaba. A veces sentía éxtasis al rememorarlo, y otras veces me quedaba en estado de trance.
Cuando hablaba, me ponía nerviosa. Le gritaba y le replicaba a cada argumento que soltaba, aunque lo que dijera tuviera sentido, e incluso opinara exactamente como él. Lo quería lejos de mí. Lejos de donde mis ojos y mi imaginación lo desvistieran y lo convirtieran en el ser que callara con un beso.
Ahora que había admitido que me gustaba, no podía dejar de pensar que esos labios que tanto había criticado deberían estar, en mi opinión, cerca de los míos. Sus dientes deberían masticarme a mí en vez de la comida que se hacía para cenar.
Deseaba ser su cena. Deseaba que fuera mi cena.
Pero, después de toda la rivalidad, y tras meses de duras críticas hacia él, replicándole cada palabra, y acusándolo de ser demasiado inocente para la edad que tenía. ¿Quién era yo para empezar a pretenderle?
Sea cual sea mi denominación, me daba igual.
Iba a cazarle. Iba a ser mío. El juego ha cambiado.
No descansaré hasta que su cabeza descanse en mi regazo. Hasta que su mayor logro sea el de amarme.
Hasta que se muera de las ganas de querer toda mi atención.