Revista Educación

Mirada constructiva, Axel Rivas

Por Achristin

 Axel Rivas: Doctor en Ciencias Sociales y licenciado en Ciencias de la Comunicación. Profesor, investigador y director de la Escuela de Educación de la Universidad de San Andrés. Director Académico del Centro de Investigación Aplicada San Andrés (CIAESA). Ha sido investigador de CIPPEC Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento). Asesor de diversos organismos internacionales, entre ellos Naciones Unidas, Banco Interamericano de Desarrollo, Banco Mundial, UNESCO y UNICEF. Es autor de más de una docena de libros y distintos artículos sobre perspectivas comparadas y políticas de la educación. Entre sus publicaciones más recientes, es autor de “¿Quién controla el futuro de la educación? (2019) y director del estudio “Las llaves de la educación de América Latina” (2020).

Mirada constructiva, Axel Rivas

 (Los párrafos en negrita corresponden a Pepe Menéndez y los párrafos sin destacar, a Axel Rivas)

Yo antes pensaba que las ciencias sociales y el trabajo en educación debían tener una mirada crítica y un cierto distanciamiento de la realidad. En mis años de formación me influyó mucho la lectura de Foucault, que decía siempre que el trabajo intelectual no debía decir qué hay que hacer sino dedicarse enteramente a desarticular las categorías dominantes de pensamiento. Ahora pienso, después de muchos años de trabajo más cerca del diseño de las políticas y de la investigación, que la clave es el compromiso con pensar cómo hacemos para mejorar la educación y no sólo con desnaturalizar el orden. Creo que tenemos un cierto exceso de miradas críticas y una desproporcionada falta de miradas propositivas, que no sean de carácter tecnocrático, sino que se acerquen a la complejidad de la educación, y que puedan mostrarnos caminos posibles en el contexto de esa complejidad. Es como si la inmensa mayoría de los médicos se formaran más en teoría crítica de la medicina que en trabajar sobre las herramientas de cura de los pacientes.

En todos mis años de trabajo, he intentado romper la polarización de las miradas, entre los excesos de la perspectiva crítica y la frialdad de las respuestas tecnocráticas, que no tienen comprensión sociológica de la realidad, y simplemente aplican recetas. He intentado conjugar esa perspectiva de la complejidad con el compromiso con la práctica de los actores y la investigación, para tratar de mejorar la educación.

La educación está sobrecargada de visiones negativas. Es verdad que, a veces, percibimos que la sociedad tiene la impresión de que los docentes nos resistimos a los cambios, mientras que los demás ámbitos avanzan a una mayor velocidad. Y es que la propia cultura o las costumbres sociales evolucionan a mayor velocidad que la escuela.

Seguramente que tiene muchas posibles explicaciones, pero creo que la forma de abordar esa realidad impermeable de la cultura escolar es a través de la creación de diálogos fecundos, intentando quitar aquel “ruido” de la conversación excesivamente cargado de ideología y de falta de respeto, que muestran muchos actores políticos y externos hacia los educadores. Se trata de generar tejidos que permitan aflorar nuevas prácticas e ideas en un marco de mayor libertad de pensamiento y acción. El campo de la educación es dinámico y necesitado de reflexión sobre las propias prácticas. Por un lado, quien las desconoce, no puede pretender decirle cómo lo tiene que hacer al que las está desarrollando. Y por otro lado, hay que facilitar espacios y promover nuevas maneras de pensar a los docentes porque no hay manera de cambiar las propias prácticas sin tiempo y capacidad reflexiva sobre ellas. Es necesario tejer esos espacios de diálogos productivos con una mirada científica y rigurosa, porque no se trata de creer que toda opinión vale lo mismo. La investigación nos permite avanzar en ciertos conocimientos, y ésta tiene que dialogar con las prácticas para que, desde el respeto y la comprensión de la mirada artesanal propia de los docentes y las escuelas, podamos ir mejorando. A veces, nos parece que es lento, pero debemos comprender que esa lentitud nos permite avanzar. A menudo, tomar atajos provoca que se vuelva atrás rápidamente por causa de las disputas innecesarias.

Las escuelas tienen poco tiempo de reflexión sobre sus prácticas, sobre todo si lo comparamos con la actividad de los círculos cercanos que se mueven alrededor de la escuela, y que a menudo se centran en decirle lo que hay que hacer. No sé cómo podremos salir de esta paradoja. En esta pandemia, por ejemplo, he insistido mucho que los equipos directivos debían reservar tiempo para reflexionar, porque si no lo hacen ellos, los harán mucho desde el exterior.

El problema de las escuelas en Latinoamérica es que es muy difícil disponer de tiempo para pensar cuando la realidad de los bajos salarios te obliga a trabajar para varias escuelas. Se trata de una dinámica perversa que te lleva al agotamiento para conseguir una vida digna, y así se hace muy difícil dedicar tiempo a la reflexión.

Cuando hablo sobre otros sistemas educativos exitosos, como el de Singapur, explico que allí, el docente, cuando va a trabajar a su escuela, lo primero que hace es ir a su oficina. El primer elemento diferenciador es que dispone de un espacio propio para planificar, reunirse, reflexionar, leer. Esto significa que dedica un tercio del tiempo a dar clase y dos tercios a trabajar en su oficina. Comparar ese tipo de sistemas educativos con los nuestros es muy difícil.

También hacías referencia a los equipos directivos. En mi investigación en las escuelas de tiempo completo en América Latina, he podido constatar que cuando hay centros que disponen de un equipo directivo que tiene proyecto, visión, energía y entusiasmo, y se genera la posibilidad de extender el tiempo de dedicación a su tarea, ya sea de dos o de cuatro horas diarias más, hacen una transformación profunda. Se evidencia que lo que necesitaban era tiempo para establecer las conversaciones que no tenían, y así poder empezar a volcar todo su potencial en la jornada de trabajo, y favorecer que los docentes también puedan hacerlo. Pero otras escuelas que no tienen equipos directivos con ese potencial, pueden no cambiar la vida a los alumnos si aumentan su jornada escolar e, incluso, empeorarla siendo muy abrumadoras a base de hacer lo mismo que antes. Se trata de tener más tiempo pero también de saber usarlo con energía y conocimiento. Ojalá podamos combinar las dos cosas, y así no pedir a los docentes cosas que no pueden hacer, o ponerlos en el reto de voluntades que no se pueden generalizar.

En tu libro “¿Quién controla el futuro de la educación?”, escribes de manera contundente sobre “la caída de la frontera escolar, como la posibilidad de institucionalizar el temor, la amenaza y la obligación de aprender”. Es un tránsito de aquella escuela basada en el miedo hacia una escuela que invita.

Abriste una puerta muy amplia sobre la mirada más histórica de los sistemas educativos. La idea de la “frontera escolar” está relacionada con la creación de un espacio institucional, separado de la sociedad y en el que se vive con otras reglas de juego. Los sujetos al entrar en la escuela, y este es el significado de institución, cambian su forma de ser, sus actitudes, sus comportamientos, su lenguaje, incluso, sus disposiciones. Lo institucional también lo vemos también en el ritual de los horarios fijos durante todo el curso escolar, y su fuerte carácter inamovible. Es el resultado de una concepción fuertemente cultural, en la que nadie pone en cuestión una construcción mental de la escuela que tiene cinco siglos de historia, y que se convirtió en obligatoria hace un siglo y medio.

Todo esto fue puesto en suspenso en la pandemia. Pudimos ver como lo invisible y naturalizado se manifestó. Me refiero por ejemplo a la motivación por el aprendizaje. Los padres y madres hemos visto en casa la enorme dificultad de conseguir esa motivación del alumno, sin esa frontera y ese distanciamiento a los que me refería. Más difícil aun en este tiempo de la distracción y de las pantallas. Aquí está la paradoja. Necesitamos esa separación y ese movimiento de obligación, que es un ejercicio de poder, pero al mismo tiempo hemos de recrear la experiencia de aprendizaje, porque no vamos a pensar que el conductismo es la solución, ni vamos a tener una mirada nostálgica al viejo orden escolar. Cómo usamos la frontera a favor y cómo la repensamos es el trabajo que estamos haciendo muchos en estos tiempos. Algo que vos, Pepe, conoces muy bien.

En la reciente publicación que has dirigido, “Las llaves de la educación en América Latina”, habéis desarrollado una investigación y reflexión muy potentes sobre la posibilidad de mejorar los sistemas educativos. Es un tema en el que has trabajo mucho y te has convertido en un militante de las mejores sistémicas de la educación, más allá de las experiencias peculiares. En estos tiempos, que tú también has definido en otro libro como “tiempo de flujos, de multiplicación de las fuentes de la verdad y de degeneración constante de cualquier idea estable”, la educación vive una tensión entre preguntarnos qué es lo que tenemos que hacer, qué es posible, en qué evidencias nos basamos para avanzar, por un lado, y saber si vamos a tener paciencia para que los cambios, que no van a ser rápidos, sean efectivos y puedan llegar a todos, por otro lado.

Me interesa esta cuestión porque me lleva a un punto muy dilemático de la política y de los sistemas educativos, que me ha tocado trabajar estos últimos años, junto al tema de la innovación. Es diferente la conversación en el nivel de las escuelas que en el nivel de los sistemas. Una escuela se puede plantear cambios más profundos, y así lo queremos, pero un sistema es muy difícil que lo haga. Y ahí está el dilema. ¿Cómo podemos plantear los cambios más profundos que deseamos de las lógicas pedagógicas y curriculares, o el sentido de la experiencia en la escuela? ¿Cómo puede la escuela transformar la vida de los sujetos y generar la capacidad para actuar en este mundo? Traducir estas preguntas a los sistemas y a las políticas educativas en América Latina genera una gran paradoja: si ni siquiera podemos gobernar lo que pasa en los sistemas cómo podemos pensar en transformarlos.

Creo que tenemos que pensar en dos planos distintos pero combinados. Una es la de consolidación del sistema vigente, en el sentido de dar continuidad a las prácticas de enseñanza, y acompañar a las escuelas entendiendo lo que pasa dentro. Es cierto que resulta lento y hasta cierto punto conservador. Nosotros, por ejemplo, nos fijamos si los alumnos habían mejorado en lengua o matemáticas en las evaluaciones estandarizadas. Es obvio que esto puede no ser transformador de los sistemas educativos, porque de hecho excluye otras áreas, y aquello que no es evaluado es peligrosamente ignorado. Tiene estos riesgos, pero hay que entenderlo desde una posición muy básica, que es el cumplimiento del derecho a la educación de una niña o un niño, que a los ocho años debe saber leer y entender un texto para poder avanzar en su proceso de aprendizaje. Las evaluaciones estandarizadas, que a veces hemos demonizado con razón, se convierten así en herramientas tan básicas de información como saber si un niño está vacunado o no. Igual que no se nos ocurriría renunciar a esta información, sucede lo mismo con el conocimiento de la capacidad de leer y escribir o de hacer operaciones matemáticas de los niños y niñas. Es un tema de derecho a la educación. Si no podemos garantizar estos aprendizajes, es muy difícil pensar en innovaciones más profundas.

En todo caso, tenemos que combinar que esos procesos de mejora vayan acompañados de procesos de reflexión, y que éstos nos vayan llevando a procesos de transformación. Y así conseguir que los docentes sean actores reflexivos, sin quedarse en simples ejecutores de las reformas.

Creo que una dificultad de comprensión de las pruebas estandarizadas es que solemos vincular las mejoras en esas competencias básicas a las disciplinas clásicas que las imparten, y no lo vemos como un ecosistema de aprendizaje en el que todas las disciplinas ayudan a que los alumnos entiendan, comprendan, se expresen o usen el lenguaje científico. Y en este sentido, también debatimos sobre el papel de las evidencias científicas en los aprendizajes y su relación con la teoría del aprendizaje. ¿Cómo podemos manejar las tensiones entre estos conceptos?

Creo que hay una excesiva bifurcación en el campo que investiga la educación y en la propia mirada a las disciplinas, así como la tendencia al análisis cuantitativo que, a menudo, ignoran factores antropológicos o sociológicos, con la pretensión de cuantificarlo todo, y que parte también de la base de que lo que no tiene datos no es real. Por otro lado, encontramos otra mirada que hace lo contrario, desconociendo el uso de la investigación más cuantitativa, cayendo en una visión muy culturalista, que no puede generalizar nada porque todo está sujeto a un lugar muy particular. Estas dos culturas de la investigación hacen mucho daño porque construyen miradas sesgadas, levantando grandes bloques de oposición ideológicos, que se alimentan internamente, y que crecen de manera aislada las unas de las otras.

Yo creo en un enfoque ecuménico, con una mirada epistemológica basada en la seriedad, el compromiso y la responsabilidad con el sistema educativo y sus actores, saliendo de los propios egos y de las trincheras. Quien hace investigación tiene que conocer el aula. No puede pensar que todo se lo van a decir los datos. Al mismo tiempo que tampoco se puede pensar que uno conoce la realidad solo desde el aula. Se necesita humildad de enfoques y, sobre todo, apertura y espíritu de construcción. Por supuesto que necesitamos unas teorías que nos den estructura, pero que sean flexibles y que puedan conversar entre ellas e incorporar distintos argumentos.

Y desde estas convicciones, creo que sí se puede debatir sobre las evaluaciones estandarizadas. Lo que las pervierte es convertirlas en el látigo que castiga a los actores del sistema. Creo, en cambio, que buenas evaluaciones pueden permitir no sesgar la enseñanza hacia caminos muy memorísticos, y tomar la complejidad de la enseñanza basada en destrezas y competencias, que muchas veces son difíciles de evaluar, pero que no nos debe impedir crear mecanismos de observación, al coste de limitar lo que observamos. Creo que son dilemas que se pueden trabajar, a pesar de las dificultades que conllevan, y que superen las miradas más antagónicas.

A veces también nos encontramos con la complejidad del debate sobre el para qué enseñamos, si para el mundo laboral o para ser. Se acusa a PISA de tener intereses en el primer sentido, pero parece que necesitamos, como dices, una mirada más ecuménica. ¿Cómo podemos avanzar superando esta disyuntiva?

Creo que disponemos de un terreno curricular tan extenso que deberíamos ser capaces de construir una base común muy amplia y muy consensuada, dejando el necesario y legítimo debate político para otros ámbitos, pero sin mezclarlo todo.

Haciendo referencia a la disyuntiva que comentas. PISA, por ejemplo, puede tener el peligro de hacer marginal lo que no se evalúa, como es el caso de las artes, la educación física, la formación ciudadana o la historia, porque son disciplinas que no se miden. Y si eso ocurre, hay que advertirlo y corregirlo. Dicho esto, PISA me parece una excelente herramienta de evaluación porque justamente mide lo que somos capaces de hacer con el conocimiento. Y, como son pruebas de competencias, son muy difíciles de preparar. Hay quien dice que son pruebas para el mundo laboral, pero si se conocen bien, lo que vemos es que están centradas en conocer nuestra capacidad de comprensión de un texto o si podemos aplicar el razonamiento científico. Si estas son herramientas para el mundo del trabajo, bienvenidas sean porque son herramientas para la vida. La discusión sobre la enseñanza para el mundo del trabajo o para la formación ciudadana es real y se da en diversas ocasiones, pero no debemos permitir que lo invada todo. Hay que tratar de huir de la tendencia a etiquetar las discusiones centradas, por ejemplo, en si estoy a favor o en contra de PISA. 

El debate en educación debe ser más matizado y más prudente por puro respeto a nuestros alumnos, que necesitan más seguridad y que nuestro tiempo esté al servicio del aprendizaje, y no de disputas espurias.

Has escrito que uno de los retos que tenemos es “pasar de un sistema educativo homogéneo y alienado a un ecosistema personalizado y subjetivado” y esto lo enlazas directamente con la mirada al currículum. En España, se acaba de aprobar una ley de educación que tiene la voluntad de cambiarlo. En el estudio del que hemos hablado, sobre la educación en América Latina, también os centráis en su observación como elemento estratégico.

Me apasiona la discusión curricular. Creo que hay que hacerla muy explícita, y que tiene mucho que ver con los niveles de prescripción. También debemos abordarla sin caer en posiciones polarizadas. Hemos de tener claro que, en América Latina, el currículo es un gran organizador que permite disponer de una mirada sistémica en el tiempo y espacio escolares. Lo que me cuestiono es cuáles son los criterios de construcción de este instrumento tan poderoso. Qué tan rigurosa ha sido su organización o qué tanto ha consultado y ha entendido cómo trabajan los docentes. Todo esto tiene que ver con la arquitectura curricular, que en nuestros países suele ser débil. Un currículo muy claro, orientador y, en cierto sentido, prescriptivo se debería combinar, en nuestros países de América Latina, con un currículo reflexivo, que les dice a los docentes hacia dónde tienen que ir, y organiza en el tiempo las secuencias de aprendizaje que deben enseñar, pero que también los hace partícipes de las reflexiones y decisiones sobre esas secuencias. Ha de ser una guía básica que garantice la acción docente y que éste no se vea obligado a acudir al mercado editorial privado en busca de una orientación que no tiene, y, al tiempo, ser flexible para que los docentes que puedan tengan margen de aportación. Lo que no podemos hacer es caer en una fantasía de la autonomía docente, cuando no hay tiempo de dedicación previsto ni buenos salarios, y donde tenemos tantas desigualdades.

En vuestro informe, sois muy críticos con la filosofía del informe McKinsey por su orientación a dar soluciones universales. En cambio, en vuestra investigación, mostráis resultados positivos con diferentes maneras de gestionar la prescripción del currículo. Parece que también con el currículo sucede que diferentes maneras de gestionarlo pueden llevarnos a buenos resultados.

Lo mismo pasa con las políticas educativas, en general. Nosotros llegamos a una conclusión muy diferente de la del informe McKinsey, dada la enorme complejidad de la realidad de los sistemas en América Latina. Nosotros observamos la manera en que los sistemas lidiaron con su realidad interna de reglas implícitas, culturas, problemas, y desigualdades. Y vimos que su éxito no fue a través de recetas, que es lo que propone el informe McKinsey.

Lo que observamos es que los sistemas que mejoraron lo habían hecho, en primer lugar, logrando una visión de comprensión del sistema educativo. Se pusieron objetivos claros, y empezaron a trabajar con mucha seriedad con las escuelas, y también en el diagnóstico de políticas. Y una vez que comprendieron mejor las dimensiones del sistema, se fue generando una continuidad de acción en el tiempo y la posibilidad de identificar las puertas del sistema. De ahí, viene la idea de “las llaves de la educación”.

Los sistemas educativos que mejoran en América Latina son aquellos que pueden abrir muchas puertas. Son aquellos que, después de tres o de cinco años en la gestión pública, pueden entender mucho mejor la complejidad de sus sistemas, y ver que tienen decenas y decenas de puertas, pequeñas o grandes, a veces invisibles, al contrario de aquellos otros que vienen con ideas de fuera, propias del mundo empresarial como las relacionadas con pagar por incentivos, pero que no conocen el sistema. Frente a los que se traban con una única solución, se trata de identificar la multiplicidad de puertas que puedo tocar, ya sea porque una no tiene resistencias o porque otra la puedo abrir sin coste económico. O, incluso, encontrar otra más difícil, pero que puedo abrir si gano legitimidad. Toda esta identificación de puertas es un trabajo más artesanal, que se vuelve incremental. Me parece que es muy importante para no caer en una visión de recetas de política educativa.

Uno de los instrumentos que favorece la transformación es el aprendizaje y evaluación por competencias. Pero aun encontramos muchas dificultades en sus prácticas. A menudo se produce una dicotomía entre los objetivos curriculares, normalmente más ambiciosos, y la programación de las disciplinas, que es más fragmentada. Parece que necesitáramos poner en marcha una maquinaria que orientara en el cómo trabajar y evaluar por competencias, frente a la otra maquinaria más tradicional, basada en la programación detallada y el libro de texto.

Tenemos ya mucho camino recorrido y muchas evidencias, y deberíamos salir de ese debate de opuestos entre contenidos y competencias. Ya sabemos que se puede mejorar el trabajo desde los contenidos a las competencias, especialmente aquellas más invisibles, a través del trabajo con las rúbricas o la evaluación formativa.

Es muy importante el trabajo de traducción del currículo al trabajo por competencias para que se pueda visibilizar aquello que uno quiere lograr. Se puede hacer estableciendo logros o capacidades para traer más claridad, y no caer en ir acumulando más cosas que tengan el efecto de una olla a presión, que enfrenten al currículo con el actor que lo tiene que cumplir. Creo que necesitamos un currículo más acotado con grandes hitos y menos cantidad de contenidos. Lo sabemos hace tiempo y las reformas legislativas están avanzando en esta dirección. Hay que hacerlo bien, obviamente, pero no debemos crear una esquizofrenia curricular en las escuelas, que tienen que cumplir un montón de objetivos y, al mismo tiempo, profundizar en competencias.

Tú has señalado en repetidas ocasiones que necesitamos volver a escribir la misión de la educación.

Hay un tema que me preocupa mucho en los últimos tiempos, y no solo en esta última época tan terrible que nos ha tocado vivir, y es lo que significa la sobreabundancia de información y la posibilidad de ampliar la manipulación de nuestras creencias, de lo que son expresión más evidente algunos gobiernos populistas y los enfrentamientos consiguientes, así como los fundamentalismos.

Me parece que todo esto alerta la necesidad, no solo de repensar el sistema educativo como lo venimos haciendo, sino de cómo el sistema educativo puede formar en anticuerpos frente a toda esta manipulación de creencias que vivimos, que nos acaba conduciendo a un sistema doctrinal de pertenencias antagónicas. La escuela es el único espacio que puede crear anticuerpos potentes. Me gusta decir que el objetivo central de la escuela sea hoy la búsqueda de la verdad. Instituir en los sujetos toda la red de habilidades, conocimientos y sentimientos hacia la búsqueda de la verdad, que le permitan no ser engañado y no aceptar las posiciones únicas. Favorecer la escucha abierta hacia la posición del otro, debatir, informarse o desmentir lo que uno pensaba. Todo aquello que es epistemológico en la escuela, y que pasa por el estudio riguroso del pensamiento científico, por la filosofía, por la lectura crítica de los medios de comunicación. La escuela debe poner el foco en estos aprendizajes. Igual que decíamos que la democracia no se puede aprender en un manual, sino practicándola, la búsqueda de la verdad también se aprende así. La escuela no puede hacerlo desde la postura del manual, sino desde un lugar muy activo para formar esos anticuerpos tan poderosos frente a las verdades absolutas.

Fuente: Pepe Menéndez para https://pepemenendez.wordpress.com


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